Los debates televisivos deben ser muy rentables para las empresas de comunicación, pero me temo que generen más rechazo que adhesión. Los candidatos hacen esfuerzos por aparecer como actores asumiendo papeles que les vienen grandes, o que no son los que acostumbran, y arriesgándose a quedar en cosa tan sencilla y tan poco grandilocuente como marionetas. Si alguien, después de contemplar a los cuatro protagonistas, ha aclarado alguna duda es que tiene el don de la clarividencia.
Cuando la democracia se hace televisiva participamos en un concurso. Detesto los concursos, pero a mucha gente le entusiasman. Los dos de esta semana no aburrían porque para eso están los asesores que evitan los bostezos y el cambiar de canal. Sin embargo, producían la sensación de una disputa en el clan de los mentirosos. Lo que me pregunto es por qué los veo. Quizá por el interés malsano de comprobar cuál es más cínico o más desvergonzado. Como no pertenezco a la hinchada de ningún club tampoco puedo satisfacerme con lo bien que quedó mi candidato.
No iré a votar porque no me da la real gana. Sin otras explicaciones. Si tuviera que darlas tendría que recurrir al espectáculo televisivo, entre otras muchas cosas. No hubo ni uno que no dijera mentiras de su adversario y que no ensalzara las propuestas de lo que va a hacer, siendo consciente de que no las cumplirá. Siempre encontrarán imponderables que le impidieron realizarlas. ¿Se acuerdan de Franco? Nadie sacó a colación el tema que nos mantuvo encandilados durante meses. ¿Por qué lo hicieron? O mejor, ¿por qué no lo hicieron? Habrían roto el consenso de lo políticamente correcto y desvelarían las imposturas del presidente sietemesino. No ganarían ni un voto y provocarían el rechazo de la manada. Pero los huesos de las víctimas seguirán ahí a la espera de que haya fondos para recogerlos y darles digna sepultura. Nuestra cultura debe más a los muertos que a los vivos; es como un cementerio de buenas intenciones.
Aquí todos escribimos artículos de opinión, solo que algunos piensan que lo suyo es información objetiva. Los del gremio sabemos cómo se manipula. No hace falta ser un lince para conocer el voto de los cronistas de campaña antes aún de que lo depositen en la urna. Han ido dejando cagarrutas día tras día, en las que se nota lo que digieren y su procedencia. Viejo oficio éste en el que se produce más con el estómago que con la cabeza. Se necesitaría un detector de equilibrios para señalar quién se escora tanto que a punto está de caerse y quién recomienda lo que deben hacer sus enemigos para llegar a la victoria. Una de las tendencias más llamativas de la izquierda institucional -una contradicción en los términos, o un oxímoron, que decimos los pedantes- consiste en pontificar quién o qué sería bueno para la derecha. ¿Pero usted conoce la derecha, o la va a votar alguna vez? No, en mi vida, por supuesto. Pues entonces absténgase de comentarios tertulianos.
Hemos pasado del bipartidismo a los dos bloques, ambos de ladrillo, nada de mampostería. En otras palabras, seguimos en el bipartidismo, en este caso de dos más dos. La derecha se disputa cuál de los dos será cabeza, pero la izquierda lo tiene resuelto: detrás de Sánchez y a aguantar. Es curiosa la deriva de Podemos -con nuevo nombre de gran atractivo masculino, “Unidas”, que debió salir en un momento de farra y alegría del matrimonio gobernante y del que me temo que cuando pase la ola se arrepentirán… por frivolidad, solo por eso-. Podemos es el único partido que asume su derrota, lo cual es de agradecer, pero de ahí a postularse como “la querida”, no muy agraciada por los votos, pero resultona, va un abismo. Es lo menos feminista a lo que una señora puede aspirar: lo de exigir ayudas para que el señor, cuya potestad no está en cuestión, tenga la obligación de tratarla con respeto. Vótame para que el macho alfa no se vaya con otra. De asaltar los cielos a conformarse con la cama del señorito, ni siquiera en exclusiva, es un descenso a los infiernos de la inanidad política.
La campaña de Sánchez consistió en abrir la mochila de Vox para echar su bilis sobre sus competidores. Rivera, el principal, y Casado, el secundario. Nadie después de Abascal aludió tanto a Vox como Sánchez. Si esa extrema derecha de charanga y pandereta no obtiene muchos escaños el más afectado será el PSOE de Sánchez. Entre él y Tezanos han apostado muy fuerte por Vox a falta de algo que llevarse a las urnas. Incluso en los debates televisivos trató de introducir a Vox el ausente, ya que no podía hacerlo por lo legal.
La catadura moral de un político no se basa ni en el carácter ni en la ética. La mide el éxito. Si funciona, es que tenía razón. Pero eso no impide que el mayor marrullero de los tiempos modernos, categoría muy disputada, haga añicos todo lo que toca. Es el que tiene más probabilidades de gobernar frente a unos adversarios frágiles, y no porque él sea fuerte sino porque disfruta de esa desvergüenza y desprecio a todos que produce haber llegado a presidente engañándolos. No temo las venganzas de Rivera ni de Casado ni las de Pablo Iglesias, con el que tengo una relación de amistad por encima de campañas electorales y pifias estratégicas. Pero confieso que la venganza de Pedro Sánchez me produce inquietud.
Hay que asumirlo: uno no vota porque no quiera votar, sino porque se lo han puesto imposible. El mejor analista de la prensa española es El Roto. Hace retratos en trazos gruesos donde tiene el talento de resaltar los interiores. Estoy seguro que será el que mejor sobreviva a estos tiempos de teleconcursos políticos, y gracias a una frase rotunda con fondos de indignación irremisible. Lo dijo en uno de sus artículos animados de El País. Yo quisiera votar, pero me lo impiden los candidatos.
Votar no es una obligación, ni un deber, como quisiera esa parte arriscada de la derecha extrema que unas veces te pone urnas y otra te las rompe. La hinchada sostiene que quien no vota no tiene derecho a quejarse, como si fuera la urna y no los impuestos la medida de nuestras relaciones con el Estado. Votar es un derecho y entre los derechos está el de decir que no. Una novedad que viene de lejos: los abstencionistas conscientes.
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