Pedro Sánchez realiza una declaración institucional en Moncloa, la mañana del 28 de mayo. / Borja Puig de la Bellacasa
Pedro Sánchez realiza una declaración institucional en Moncloa, la mañana del 28 de mayo. / Borja Puig de la Bellacasa En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí Una de las palabras de moda de la temporada es lawfare. Un palabro en inglés cuya mera mención provoca sarpullidos entre gran parte de nuestra judicatura. Demasiados jueces la entienden como un insulto grueso y una descalificación general de su trabajo. Responden que es solo una nueva forma de llamar al berrinche de quien se ve perjudicado por los tribunales. Pero no es verdad: de lo que hablamos a menudo es de políticos inocentes que ven truncadas sus carreras por acusaciones después desechadas. Ahora bien, ni el lawfare implica necesariamente prevaricación judicial, ni siempre que un político es investigado o condenado por un juez puede presentarse como una víctima de esta práctica antidemocrática. En realidad, la guerra judicial (usemos la denominación en castellano, a ver si así se entiende) es la utilización de procedimientos y mecanismos judiciales para alterar la representación democrática. Es decir, se trata de una práctica ilegítima que pasa necesariamente por la intervención de los tribunales, pero en la que los jueces unas veces son cómplices y otras no. Cuando hay evidencias de que un político ha incurrido en algún tipo de corrupción, la justicia debe investigar y, si se demuestra, condenarlo. Es la única forma de mantener la democracia limpia. Pero también es una puerta de entrada para encubrir ataques interesados: con esa excusa, en ocasiones se fabrican pruebas falsas o se presentan multitud de denuncias y querellas contra representantes públicos cuyas políticas se quieren obstaculizar. En esos casos, los jueces son meros instrumentos que no pueden más que tramitar los asuntos que les llegan. Se usa el lawfare a su pesar. Sucede, sin embargo, que hay también supuestos en los que nuestros magistrados sí que evidencian, por acción u omisión, una inclinación a magnificar los efectos políticos de estas acciones de deslegitimación y se convierten en cómplices de la guerra judicial. Un ejemplo perfecto para entender todo esto es el de las investigaciones por un supuesto delito de tráfico de influencia contra Begoña Gómez, mujer del presidente del Gobierno. El asunto se inicia formalmente con las denuncias presentadas por dos organizaciones ultraderechistas. Una de ellas, condenada anteriormente por promover acusaciones falsas. En esencia vienen a decir que han leído en la prensa (incluyendo bajo este concepto a panfletos trumpistas de nulo rigor) dos cosas: una, que esa señora trabajaba, recibiendo un sueldo discreto, para una fundación parcialmente financiada por una compañía aérea que luego fue rescatada con centenares de millones de euros por el Gobierno. La otra, que junto con decenas de personas e instituciones (incluido el ayuntamiento de Madrid) escribió una recomendación para una empresa que colaboraba con las clases que impartía y que después obtuvo un contrato. El juez admitió a trámite las denuncias, decidió abrir una investigación a ver si ahí había algún delito y la declaró secreta. Inmediatamente, los medios de comunicación conservadores comenzaron a amplificar la noticia, presentándola casi como una declaración de culpabilidad. Con eso, los políticos de la oposición conservadora se lanzaron a exigir la dimisión del presidente del Gobierno. Esa estrategia es típica del lawfare y la hemos visto en otros países. La connivencia entre entidades denunciantes, periodistas y políticos es evidente e imprescindible. Pero... ¿Y los jueces? La Audiencia Provincial de Madrid ha señalando que el rescate de las líneas aéreas es una fantasía que no merece la pena siquiera investigar Ante una demanda judicial abusiva cuya finalidad aparente no es la realización de la justicia, los jueces deberían extremar las precauciones para no ser instrumentalizados y, lo que no pueden hacer, es colaborar activamente para magnificar el daño a la persona investigada. Habría indicios de que estamos ante jueces incapaces de librarse de sus sesgos si se saltasen la jurisprudencia anterior, o adoptasen decisiones destinadas a ampliar el impacto público de sus actos o prolongasen injustificadamente la instrucción. En el caso contra Gómez, el juez instructor ha decidido abrir diligencias previas a pesar de la doctrina del Tribunal Supremo de no hacerlo ante denuncias basadas en titulares de prensa que incluyan meras elucubraciones sin referencia a datos o documentación novedosa. Es una decisión cuando menos discutible. El magistrado que quiere investigar hasta el menor atisbo de delito debería valorar también los efectos sobre el honor y el prestigio de los investigados. Más inexplicable es que además haya declarado el sumario –no sabemos si total o parcialmente– secreto. Se hace difícil encontrar un motivo para actuar con tanto sigilo. Hacerlo, además, propicia las filtraciones que están siendo utilizadas día tras día por la prensa más militantemente conservadora para mantener el asunto artificialmente en el candelero. La última ha sido la de que desde el primer momento la señora Gómez tuvo condición de investigada. Es una falsa filtración que no aporta nada. Si se abren diligencias por una denuncia contra ti, eres efectivamente investigado desde el primer día y lo serás hasta el último. Peor aún, no puedes ser otra cosa durante la investigación. No hay, pues, noticia. Pero la filtración del auto que decía eso ha servido para que políticos y medios lancen titulares insinuando que los indicios contra ella son más sólidos de lo que se pensaba. Una mentira evidente que, sin embargo, en manos de medios manipuladores, funciona bien. La Audiencia Provincial de Madrid ha corregido ya al instructor señalando que efectivamente lo del secreto es un disparate y que lo del rescate de las líneas aéreas es una fantasía que no merece la pena siquiera investigar. Sin embargo, ha mantenido la investigación relativa a la carta de recomendación, para que no decaiga la fiesta. Que no se cierre el caso. Se trata de una decisión discutible, en la medida en que no parecen valorar el desprestigio que esa investigación está causando (se ve que los jueces, inocentemente, no leen la prensa ni entran en redes) ni toman en cuenta la multitud de cartas similares de recomendación y la imposibilidad de demostrar que tuvieran ningún efecto. Lo que está en juego no es la inocencia de nadie, sino la esencia misma del Estado de derecho Cuando poderes mediáticos y políticos recurren a la guerra judicial para deslegitimar ilegítimamente a un gobierno democrático, los jueces tienen dos alternativas: o dejarse utilizar o no. La primera contribuye a dañar el prestigio de la justicia. Pero inaceptable y demoledor para la confianza de la ciudadanía en la justicia es la tercera alternativa: que colaboren en desprestigiar a quien constitucionalmente deben considerar inocente. Ojalá que no esté pasando y que la investigación, como aconsejan las leyes y el sentido común, se archive pronto sin alargarse innecesariamente. Entre tanto estamos ante un auténtico caso de guerra judicial. No hay hoy por hoy indicio alguno de que Begoña Gómez haya cometido los delitos por los que se la investiga, de manera que es evidente que la repercusión mediática y política del asunto responde a un intento de utilizar la justicia de manera espuria para intentar tumbar al gobierno salido de las urnas. Sin embargo, el Gobierno y el Partido Socialista no van a denunciarlo. Y no lo hacen por dos cosas: porque no son conscientes de que es posible lawfare sin prevaricación judicial y porque callaron cuando fueron sus socios los perjudicados. Los líderes de Podemos, Ada Colau o Mónica Oltra fueron objeto de investigaciones judiciales largas e injustificadas que influyeron en que perdieran las elecciones. Todas las acusaciones en su contra se archivaron sin necesidad siquiera de juicio, pero su reputación quedó dañada. Ahora sabemos que todo eso era solo un ensayo para operaciones de más envergadura dirigidas precisamente contra quienes entonces guardaron silencio. Un error terrible. Porque lo que está en juego no es la inocencia de nadie, sino la esencia misma del Estado de derecho basado en la imparcialidad de la justicia. Un riesgo que si no se ataja, irá a más. AUTOR > Joaquín Urías Es profesor de Derecho Constitucional. Exletrado del Tribunal Constitucional. VER MÁS ARTÍCULOS @jpurias
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