Las sociedades democráticas están construidas sobre la sólida base de la razón, la ciencia y el conocimiento. O, al menos, así era hasta hace poco. En su último libro, el sociólogo y economista William Davies, codirector del Centro de Investigación de Economía Política de Goldsmiths (Universidad de Londres), radiografía una de las grandes crisis de nuestro tiempo: el desprestigio de los hechos objetivos y la primacía de los sentimientos en el debate político.
El abono perfecto, claro, para nacionalismos, autoritarismos y otros radicalismos. “Las democracias están siendo transformadas por la fuerza del sentimiento de tal forma que no podemos pasarlo por alto; no hay vuelta atrás”, escribe en 'Estados nerviosos. Cómo las emociones se han adueñado de la sociedad' (Sexto Piso). No es un desprecio de los sentimientos, sino una propuesta para entenderlos y darles cauce “porque, de lo contrario, podrían tomar un rumbo mucho más destructivo”.
En Cataluña el conflicto se plantea entre la Justicia y la gente, y es peligroso porque enfrenta al Estado liberal y a la población
El propio Davies es un tipo un poco nervioso y de retórica torrencial. Su libro, tras 'La industria de la felicidad', viene trufado de ilustres admiradores –Harari dice que es “esclarecedor y elegante”–, lo que probablemente le colocará en la primera línea de la cada vez más amplia literatura que intenta explicar con más o menos acierto populismos, identidades y el futuro que le espera a la democracia liberal. En definitiva, nuestra era.
PREGUNTA. La sentencia del 'procés' ha dado lugar a una semana de manifestaciones y disturbios callejeros en Barcelona. Me resultaba difícil dejar de pensar en los 'estados nerviosos' de los que habla en su libro.
RESPUESTA. En mi libro considero a las multitudes la personificación de un fenómeno. Por un lado, es la política que toma las calles para expresar que los sistemas de representación no son legítimos, algo que ha ocurrido a lo largo de la historia. Siempre hay un elemento de violencia potencial en las multitudes, y lo ocurrido en Cataluña también ha sucedido en otros lugares por otros motivos, como en Francia con los chalecos amarillos. No en Reino Unido, porque en el Brexit, el Estado respalda la rebelión, mientras que en Cataluña la sofoca.
En Cataluña el conflicto es, en cierto sentido, entre la Justicia y la gente, y es peligroso porque sitúa al Estado liberal en oposición a la gente, y así es como el populismo echa raíces.
PREGUNTA. La dialéctica es muy diferente a la del Brexit o los votantes de Trump: campo-ciudad, pobreza-riqueza, población sin educación-población universitaria… No es el caso de Cataluña.
R. En el Brexit había un grupo muy duro a favor y en contra de cualquier pacto mucho más rico que la media. Gente que no necesitaba al Estado, porque tenía propiedades, lo que les daba cierta libertad. Hay distintas clases de populismo: el italiano, los chalecos amarillos que utilizan tanto a la izquierda como a la derecha radical…
Las demandas de autonomía nacional surgen en parte porque hay estructuras de Estado que no se consideran legítimas o representativas. Cuando la gente da la espalda a esas formas de representación que no se consideran justas o legítimas, sale a las calles y dice a la Policía “vas a tener que sacarme de aquí, no van a ser los medios o los economistas los que me van a representar, sino mi propio cuerpo”. Ahí es donde la política se vuelve inevitablemente violenta.
P. Vivimos en un mundo cada vez más virtual, más abstracto, así que ese uso del cuerpo parece proporcionar una especie de catarsis, de sensación de realidad, a la multitud.
R. Cuando el Estado liberal moderno parece fracasar, cuando la gente deja de creer en lo que lee, surge la sensación de que la verdad y la libertad comienzan en el cuerpo. La utopía de la conectividad digital, de un acceso completo y directo a la realidad, no se ha cumplido. Mucho contenido de redes sociales intenta provocar la reacción emocional de la gente, alguna clase de alegría o miedo, que conduce a una reacción física.
Mi libro se llama 'estados nerviosos' porque todos vivimos en un estado de alerta constante, en el que vemos un tuit y lo retuiteamos al momento, lloramos o reímos, estamos diseñados para pasar la información. La razón por la que el sistema financiero tenía tanta credibilidad antes de 2008 era porque ofrecía una especie de inteligencia colectiva sin la necesidad de un experto. Es la misma fantasía del estado nervioso: ahora estamos viendo las implicaciones políticas de dejarnos gobernar por ese sistema.
P. Un aspecto interesante de las protestas era que, según las estimaciones de la propia Policía, alrededor de 500 jóvenes podían ser clasificados como antisistema, pero había otros 1.500 “movidos por la frustración”. ¿No son estos movimientos síntomas de un malestar que trasciende el acontecimiento en sí?
R. En 2011 hubo disturbios en ciudades como Londres o Mánchester que comenzaron como un movimiento político después de que un hombre negro fuese disparado por la policía y terminaron con saqueos en los que los que protestaban se llevaban sus zapatillas preferidas. En cierto sentido, puedes preguntarte ¿dónde queda el motivo?
Estamos pagando el precio de haber entregado los mecanismos políticos y los partidos a los tecnócratas
Es el problema con el estado actual de la democracia, que debe ser un acto de representación, en el que la gente trasciende sus sentimientos personales para llevar a cabo un proceso de abstracción que produzca medidas políticas. En la crisis actual estos procesos no funcionan. Y en parte estos mecanismos de interés colectivo, concretamente los partidos, han sido descuidados en Occidente durante los 90 y los 2000, porque se entregaron a manos de tecnócratas. Ahora estamos pagando el precio.
P. El pasado año presencié las revueltas que se produjeron en Madrid después de la muerte de un mantero por un infarto tras una persecución policial. En un primer momento fue la comunidad senegalesa la que se concentró, pero cuando empezaron los altercados, la mayoría de participantes eran jóvenes españoles. Se convirtió ante todo en una explosión de rabia.
R. Es interesante, porque tiene aspectos de esta clase de democracia directa en la que el cuerpo se coloca en lugares estratégicos. Extinction Rebellion también lo hace, con la gente encadenándose a un puente para parar el tráfico e impedir que el sistema funcione. La lógica subyacente es que es absurdo querer ir a trabajar si el planeta va a dejar de existir en 20 años. Es una forma de decir “según las formas tradicionales de democracia, nos vais a ignorar, pero si hacemos esto, no podéis hacerlo”.
También tiene cosas en común con la economía de la atención, realizar una intervención tan espectacular que no pueda ser ignorada. Es posible que estos movimientos adopten demandas políticas, Black Lives Matter tenía una dimensión económica, por ejemplo. Los chalecos amarillos también desarrollaron una lista de demandas políticas, como la bajada de los impuestos. Pero es un estilo de democracia con el que es difícil negociar, porque al fin y al cabo, si me pusiese una camiseta de Extinction Rebellion y saliese a la calle a protestar, me convertiría en un manifestante de Extinction Rebellion al instante.
P. A lo que me refería es que el malestar es común, y en ocasiones el hecho en sí es tan solo el detonante que hace estallar una frustración latente mucho más compleja.
R. Algunos de estos sentimientos, como la desesperación, toman la forma de una violencia extática. No soy psicólogo, pero está claro que los movimientos políticos han funcionado a lo largo de los últimos cinco años como la resaca de una crisis que afectó incluso a los jóvenes privilegiados. Como le digo a mis estudiantes, fue “la crisis a la que no se permitió ser una crisis”. Se dijo “esto funciona mal, es una emergencia, necesitamos apañarlo de cualquier forma posible para seguir adelante y no hay solución alternativa”.
De 2010 a 2013, durante la crisis de la Eurozona, fingimos que todo iba bien, aunque era obvio que no era así. Parecía que estuviésemos esperando a que algo se terminase de romper. El lento desarrollo de ese sentimiento antisistema no es sorprendente ya que ese sentimiento de frustración estaba ahí.
Nuestro estado de ánimo es simultáneamente un fuerte sentimiento de injusticia social y de poca eficacia política. Si hay altos niveles de injusticia pero también de fe en la política, intentarás encauzarlo políticamente. Salvini, Le Pen o el Brexit se dirigen a la gente que considera que el sentimiento de injusticia es alto y el de eficacia política bajo, gente que considera que el sistema está roto y no se puede hacer nada. Se vio claramente en 2008, cuando se dijo “vamos a rescatar a la gente que lo ha causado todo, lo vais a pagar vosotros, y no podéis hacer nada para cambiarlo”. Nadie votó por Draghi o por los economistas que diseñaron los programas de rescate.
P. ¿Vio 'Joker'?
R. No, ¿te gustó?
P. No estoy seguro. Pero creo que ilustra lo que cuenta en el libro a dos niveles: por un lado, la propia película muestra cómo esos sentimientos de injusticia pueden prender una llama que provoque un estallido de caos social; y por otro, que tantas personas se hayan sentido identificadas con la historia muestra que, efectivamente, vivimos en un estado nervioso.
R. La multitud física en las calles es tanto una amenaza como una muestra de vulnerabilidad. En Extinction Rebellion, hay gente de 70 años encadenándose a una valla, personas que nunca han hecho nada semejante, algo bastante impactante para los medios de comunicación. También lo hizo el movimiento Black Lives Matter.
“Sígueme y cuidaremos de ti” es el espíritu de la socialdemocracia. “Y excluiremos a otros” es el espíritu del nacionalismo
En Francia, Édouard Louis publicó 'Quién mató a mi padre' en el que describe la salud de su padre con frases como “sus pulmones fueron destruidos por Sarkozy y su espalda por Chirac”. Utiliza el cuerpo como una forma de hablar de los crímenes violentos del sistema. La multitud también pone de manifiesto su vulnerabilidad, que sus vidas están en peligro. El problema es que se convierta en una competición por quién es más vulnerable, quién tiene más que perder.
P. Señala que los expertos están en crisis, con una excepción: los médicos en particular y los profesionales de la salud en general. Y eso explica muchas cosas sobre nuestra sociedad.
R. Muestra que cuando la gente tiene una experiencia de primera mano con los expertos, es capaz de apreciarlos. Cuando el beneficio es directo, confían en ellos. Según las encuestas, la gente confía en los médicos… y en el ejército. Lo que tienen en común es que actúan en momentos de emergencia, para rescatar a alguien, para destruir el cuerpo de otros. En cierta forma, muestra que lo que la gente quiere es ayuda inmediata, no ayuda que recibe a través de un sistema complejo, que es lo que le terminó pasando al gobierno de Blair: “Hemos creado esta ley que tiene que implantar el gobierno local y repercute en forma de impuestos locales”... No me importa, lo que me importa es que tengo seis hijos y el colegio del barrio no tiene dinero.
Pero qué cuerpos se salvan y cuáles no es una cuestión central. Lo hemos visto en la crisis de los refugiados en la Unión Europea, una cuestión que causa una gran división política. Lo que el mensaje populista más potente dice es “sígueme y cuidaremos de ti”, que es el espíritu de la socialdemocracia, seguido por “y excluiremos a otros”, que es el espíritu del nacionalismo. Es uno de los mensajes más pujantes ahora, algo que está diciendo Marine Le Pen, Brexit, el EFD alemán. Combina el mensaje de amor con la agresión.
P. Algo que también se relaciona con la industria de la felicidad. Los expertos del futuro serán gurús de autoayuda o gente que nos dice que podemos vivir eternamente, como Peter Thiel o la Singularity University. Médicos extremos.
R. Es la privatización y comercialización de los expertos. Jeff Bezos es el hombre más rico de la historia, pero si pudiese pagar 1.000 millones de dólares para vivir seis meses más, lo haría. La economía del conocimiento se vio inicialmente como el modelo del futuro (te formas, consigues un trabajo). Pero Lyotard en 'La condición posmoderna' ya habla de que el conocimiento será producido para venderse a la gente, que es lo que Google o Facebook hacen.
Mark Zuckerberg sabe lo suficiente sobre la sociedad para implantar medidas políticas que un gobierno no podría llevar a cabo, pero ese conocimiento es de su propiedad. Uno de los temas principales de mi libro es que el conocimiento es bueno porque si lo compartimos, aunque tú y yo nos odiemos, podemos ponernos de acuerdo. Pero está el conocimiento para la guerra, en el que tú y yo nos odiamos por lo que acapararemos conocimiento para obtener ventaja respecto al otro y destruirlo, que es como funciona la inteligencia militar y la comercial.
P. Hace hincapié en que emprendedores como Zuckerberg o Thiel no son expertos, sino 'napoleones', generales que conducen a sus tropas hacia la victoria.
R. Lo puedes ver en su gramática. Un experto se expresa en un artículo científico o periodístico diciendo “confía en que lo que digo es cierto”. El lenguaje del líder es “sígueme”. No “sígueme porque soy un buen tipo”, sino “sígueme y te llevaré donde deseas”. Trump o Boris Johnson nunca intentan aparentar ser personas de fiar, porque la gente ha llegado a pensar que el mundo está tan roto que necesitas a una persona poco fiable para conseguir lo que quieres. Los criminales en plan Joe Pesci son buenos: necesitamos gente que mienta porque consiguen que las cosas salgan adelante. Es similar con los emprendedores. Thiel está fascinado con los líderes militares, Zuckerberg con Julio César y el Imperio Romano.
P. ¿Necesitamos entonces a los expertos? Si es así, ¿a quién? ¿A usted y a mí?
R. Siempre necesitaremos expertos. Lo terrible de esta crisis es que está emparejada con la emergencia climática, y no hay nada que requiera más expertos. Su trabajo es muy abstracto, y que llegue a la población es difícil. Pero creo que necesitamos expertos. Primero deben dejar claro por qué saben lo que saben, luego producir un mundo común donde el conocimiento sea igualitario. Y, como los médicos, que sea valioso para la gente. El hecho de que los seres humanos compartan necesidades debería ser la base para un gobierno de expertos liberal.
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