Los ovetenses aún pasean tímidamente por un lugar que genera algunas vistas espectaculares y mucha nostalgia: el llamado bulevar de El Vasco, la tapa del espacio donde una vez vibró la febril estación de tren de ese nombre, derrotada por fin en 1989. Nada, ni los vestigios, queda de lo que fue un punto neurálgico del ferrocarril asturiano y de la economía y la vida de los ovetenses. Muchos consideraron entonces que acabar con la octogenaria estación fue un crimen (urbanístico) de los muchos perpetrados contra la ciudad.
Caminar varios metros por encima de lo que en su momento fueran las vías no ofrece ningún recuerdo. Solo con las fotos antiguas y un voluntarioso ejercicio de imaginación se puede evocar lo que allí existió, las poderosas máquinas, la multitud día y noche. Ahora, limpias líneas blancas, bancos de diseño, edificios modernos y casi vacíos sobre una losa elevada han cambiado por completo el paisaje. De momento, esta primera fase del desconfinamiento por la pandemia deja ver unos pocos paseantes atrevidos.
Pero fueron varias las generaciones de niños que lanzaban piedras a los vagones desde Gascona, para irritación de los vigilantes. La estación era, dicen los expertos, una joya del modernismo asturiano en la corriente del Art Noveau francés en boga a principios de siglo.
El Vasco constituyó un importante eje de transporte de carbón entre Ujo, Trubia y Oviedo de la sociedad de ferrocarriles Vasco-Asturiana, de ancho métrico (estrecho). Fue un ingeniero, Francisco Durán, quien firmó el diseño en 1905, y la obra fue inaugurada poco más tarde, el 10 de agosto de 1906. Nació vinculada a la calle Jovellanos, que entonces se llamaba Traslacerca puesto que lindaba justo con la parte exterior de la muralla medieval (hoy queda solo un pequeño tramo en esa calle justo enfrente de la Casa del Pueblo socialista).
Según cuenta José F. González Romero en La estación del Ferrocarril Vasco-Asturiano en Oviedo y la desaparición de un entorno modernista, el omnipresente e hiperactivo arquitecto municipal De la Guardia levantó ese mismo año el Teatro Celso y el Restaurante Francés adosado al hotel del mismo nombre, «(…) tratando de adaptarse a los aires de modernidad que el nuevo siglo trae». Oviedo bullía de esplendor burgués.
A finales del siglo XIX, explica González Romero, «la siderurgia vasca había desplazado a la asturiana como la más importante de España» y necesitan del carbón de las cuencas. Los ferrocarriles Económicos (así se llamaba la vieja estación de esta línea en el centro) unían la capital asturiana con Infiesto en 1891 y llegan a Llanes en 1905 para enlazar con Bilbao. Además del preciado carbón, servirán también para llevar pasajeros.
González cita la implicación de importantes potentados de la época en el proyecto: Víctor Chávarri, José Tartiere Lenègre o Hermógenes González Olivares. La sociedad Vasco-Asturiana nació en 1899 y comienza pronto a construir. En cuanto a la estación, un poco más arriba, en Santo Domingo, ya existía una provisional que luego fue lugar de talleres y finalmente desapareció con la operación especulativa urbanística Cinturón Verde, en los años 90.
Las obras se hicieron muy rápido; según González, en un año. Y eso que tenían que afrontar problemas complejos como la gran diferencia de cota y la curvatura del trazado. Todo ello se resolvió con elegancia en el proyecto de Durán. El acceso a Jovellanos se realizaba por una doble escalera desde el vestíbulo a la sala de espera, separando el tránsito de viajeros del de equipajes. Existía, además, una pasarela sobre las vías y un ascensor, así como una salida a la calle Gascona.
«Todas las dependencias son amplias, bien ventiladas e iluminadas», explica el autor, realizadas con ebanistería de diseño modernista, zócalos de azulejos, alicatado amarillo y azul, suelos de baldosín imitando alfombras, mamparas vitrales, relojes y lámparas. «Los anuncios lo invadían todo, llegando hasta los frentes de escalones y peldaños». El consumo estaba en auge.
Durante muchos años, «los usuarios de la estación y vecinos de la zona todavía recuerdan en las primeras horas del día el perfume de los humos de la combustión imperfecta del carbón (…) mezclado con el rico olor del horneado de los famosos carbayones de la pastelería Camilo de Blas», evoca González.
A la estación de El Vasco llegaba de todo: el pescado fresco de Cudillero en hielo picado, de Candamo los cestos de fresas y también «productos de contrabando como el whisky el tabaco rubio que a comienzos de siglo comenzaba a ponerse de moda».
Durante los años de la guerra civil, la estación sufrió daños puesto que era una infraestructura estratégica. De hecho, tuvo emplazada una batería antiaérea del bando franquista que en una ocasión recibió una carga de bombas completa por parte de los aviones republicanos. Peor parada salió la Estación del Norte, que quedaba justo en la línea del frente.
Pero sobrevivió y siguió siendo vital para la ciudad. Ya en la posguerra, los maquinistas y fogoneros llevaban grandes cestas con su comida y debajo, oculta, una pequeña carga de carbón para redondear sus escasos ingresos en esa época tan difícil.
Y los niños, narra el autor, «iban a esquiar en la escalera lateral donde había una rampa para maletas y paquetería. Se dejaban caer sentados sobre cartones» o en cuclillas con alpargatas para frenar la marcha, hasta que los mozos de estación los echaban si alborotaban demasiado.
En los año 60 llegaron llegaron las locomotoras diésel, una transformación sustancial en el aspecto del tren. Y también se proyectaron poderosos cambios que nunca cristalizaron: «una nueva estación polifuncional» con el objetivo claramente económico de aprovechar el terreno, con una nueva construcción «en forma de circo romano», un bloque de bajos comerciales, oficinas y viviendas.
La crisis del carbón acabó llevándose ese proyecto y, en realidad, toda la compañía de El Vasco, que pasó a pertenecer a la pública Feve en abril de 1972. En 1985, el Estado se plantea la posibilidad de «liberar» los terrenos, es decir, rentabilizarlos comercialmente pese al valor arquitectónico de la estación, y nada hizo o pudo hacer Oviedo contra ello. Como premio de consolación, el Principado quiso que se recuperaran algunos elementos: columnas, carteles o relojes. Ni siquiera esto se cumplió a rajatabla, y para 1994 no quedaba absolutamente nada. Hoy es una enorme bloque de viviendas y servicios que solo conserva de aquel esplendor el nombre: El Vasco.
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