La última invención de Pedro Sánchez se llama “Pactos de la Moncloa” y aunque no tienen nada que ver con los organizados por Adolfo Suárez en octubre de 1977, no se cansan los tertulianos de señalar el carácter de precedente que tuvieron aquellos y el simbolismo patriótico que está depositado en estos. Se entiende. En 1977 nacía la democracia y buen número de comentaristas de hoy se preparaban para hacer la primera comunión. En algo tan sencillo como eso se encierra el misterio de la comparación y el secreto de la manipulación.
En el otoño del 77 el presidente Suárez, ayuno de cualquier conocimiento económico pero muy consciente del valor que disfrutaba en la cabeza del Gobierno, no pudo menos que echar mano de los análisis del profesor y ministro Fuentes Quintana. El régimen que había nacido en junio con la celebración de las primeras elecciones en 40 años amenazaba quiebra. Apenas pasaba de subproducto de la aventada y corrupta economía del franquismo y su crédito estaba por los suelos. O se actuaba pronto o el nuevo régimen debería mostrarse en toda su desnudez y abandono. Nadie daba un duro por la supervivencia, y las todopoderosas fuerzas del franquismo sociológico y económico contemplaban la escena con la satisfacción que otorga la costumbre: por muy mal que les fuera a todos, ellos siempre levantarían cabeza antes de que se desplomara el Estado.
Los Pactos de la Moncloa resumían un equilibro de intereses, donde algunos no perdían nada y otros arriesgaban su futuro. Los principales protagonistas iban a ser los sindicatos; también sus principales víctimas. La fuerza sindical de los últimos meses de la dictadura y la lógica ambición de liderazgo chocaban con los intereses de poder de los partidos. Los analistas contemporáneos, por edad y por experiencia, confunden las fuerzas que luego ratificarán los Pactos de la Moncloa. Olvidan que el 15 de junio de aquel cargado 1977 se habían celebrado las primeras elecciones democráticas y que los nuevos liderazgos políticos debían arrasar a los competidores. No había espacio para tantas ambiciones.
Al Santiago Carrillo recién salido del exilio y la clandestinidad se le hizo obligado cortarle la hierba bajo los pies a Marcelino Camacho. No le fue difícil tratándose de un partido de estructura estalinista donde no existía experiencia alguna en compartir el mando, y donde la disciplina y el seguidismo hacía las veces de corpus doctrinario. Sólo era menester una condición previa: garantizar la parcela de poder a costa de los pagos del Estado. Silenciosos sí, pero con trabajo estable y seguro.
Para el PSOE del 77 el achicamiento de su sindicato UGT no le fue tan fácil como el desmochamiento de CCOO por el PCE. La base socialista era más frágil y bisoña, y su crecimiento geométrico casi podríamos decir que desmesurado. A esto había que sumar la singularidad de que el partido que dirigían González y Guerra no acababa de entender la propuesta de Suárez y Carrillo -porque de eso se trataba-. La consideraban una trampa en el camino hacia el poder que les tendían los dos tahúres del Mississippi. De ahí que se multiplicaran las reuniones y que las cartas se pusieran boca arriba.
Si el PCE-CCOO y el PSOE-UGT tuvieron que abordar los Pactos de la Moncloa haciendo chirriar las bielas de sus organizaciones, hoy resultaría una singularidad la pasión que puso cada cual para evitar dejar flecos. ¡Y todo para justificar un inevitable ajuste económico en una sociedad abocada a poner orden en las cuentas y prepararse para lo peor que vendría luego! Tampoco Adolfo Suárez salió de rositas. La supuesta derecha liberal le zurró de lo lindo acusándole de contubernios con la izquierda socialista o con aquel resto de todos los naufragios, Santiago Carrillo, que había iniciado ya su decadencia.
Los más llamativos denunciadores de Adolfo Suárez elaboraban alternativas para apearle del Gobierno. Desde su partido, la UCD, Herrero de Miñón no desaprovechaba ocasión para burlarse de aquel competidor que no había leído un libro nunca mientras que él poseía una de las bibliotecas mejor surtidas de Madrid, lo que a la larga le serviría de muy poco fuera de una pedantería de repelente niño Vicente cargado de resentimiento. El otro obseso anti-suarista no escondía lo que de hombre fabricado para ganar tenía en su ADN: jugador de tenis de élite, apasionado seductor femenino, matrimonio europeo de tronío, arrogante señorito de la Barcelona incombustible del franquismo, socio fundador de los empresarios con pedigrí y de los tiburones insaciables de la CEOE. Si Herrero de Miñón representaba los resabios del pasado, Ferrer Salat no tenía límites: había nacido para ganar siempre. Los métodos no los imponía él; estaban en el aire que respiraba.
¿Qué tiene que ver ese zafarrancho del 77, donde se compitió por el mando y se estuvo muy pendiente de los movimientos del adversario, con este chafarrinón de ahora que se han sacado de la manga los restos agusanados de un poder corrupto y desvaído? Ninguno de los protagonistas de ahora va más allá del simio que hace monerías delante del espejo. ¿Acaso Sánchez sabe algo de los arcaicos Pactos de la Moncloa? Ni siquiera le interesan. Alguien le vendió la moto y él se montó en la confianza de que el personal aún sabe menos que él y ni siquiera tiene un motivo para instrumentalizar un equívoco símbolo de la transición. ¿Y qué decir de los plumillas, los de la primera comunión en 1977? Alguno ni siquiera había nacido, pero está en condiciones de acosar al enemigo, ese adversario acoquinado por las ofensivas de su derecha y su centro, y que del asunto aquel ni sabe nada ni le enseñaron las lecciones básicas. Los Pactos de la Moncloa de Pedro Sánchez son la última payasada de un tipo cuya única aspiración es ponerlos a todos en una cola, detrás de él, mientras se descojona de risa por su candor. No es necesario hablar con ellos, ni hacerles partícipes de decisiones y empeños; basta que se pongan a la fila para evitar que sus chicos los linchen.
No hay comentarios:
Publicar un comentario