Analytics-El premio nobel de Economía Joseph Stiglitz, progresista, escribía el 6 de abril que “al extenderse de un país a otro, el nuevo coronavirus no prestó atención a las fronteras nacionales ni a los muros fronterizos ‘grandes y hermosos’ —en clara alusión a Trump—. Tampoco se contuvieron los efectos económicos resultantes. Como ha sido obvio desde el principio, la pandemia de COVID-19 es un problema global que exige una solución global”.
El artículo de Stiglitz hacía sobre todo referencia a los problemas que la pandemia provocará en los países emergentes, a pesar de que en la cumbre virtual del G-20 celebrada el 26 de marzo los líderes mundiales emitieron un retórico comunicado comprometiéndose a “hacer lo que sea necesario y utilizar todas las herramientas políticas disponibles para minimizar el daño económico y social de la pandemia, restaurar el crecimiento global, mantener la estabilidad del mercado y fortalecer la resiliencia”. Pese a tan buenas intenciones, y a la sensatez del planteamiento de principio que recomienda que se busque una solución global a un problema global, lo cierto es que los efectos del coronavirus han ido más bien en dirección contraria.
En efecto, una vez descubierto en China el foco del contagio, debido probablemente a la precariedad sanitaria de aquel gigantesco país en que convive la más sofisticada tecnología con las costumbres gastronómicas más insalubres (en principio, no hay razones para no descartar las numerosas teorías de la conspiración que se han fabricado), lo primero que se ha hecho ha sido desmantelar la globalización, con la vana pretensión de aislar al patógeno. En poco tiempo, se han cerrado prácticamente todas las fronteras, e incluso la Unión Europea, que había logrado destruirlas firme y definitivamente, las ha reconstruido con precipitación, archivando Schengen con febril avidez. Los transportes internacionales de personas se han paralizado, y apenas circulan mercancías para evitar desabastecimientos.
El acto reflejo ulterior a la prodigiosa expansión del coronavirus, que ha pasado de la nada a contaminar un centenar de países a lomos de un desbocado sistema de trasporte, ha sido desdeñar precipitadamente el escenario global. Lo ha manifestado John Gray en varios trabajos sobre la pandemia, uno de ellos publicado en España: ante el perverso dilema entre vencer al virus y aplastar la economía, surge un movimiento intelectual, progresista, dispuesto a enfrentarse a un modelo dominante que, de momento, ha incrementado hasta la exacerbación las desigualdades en los distintos ámbitos que abarca, se ha puesto a merced de las leyes imperativas del capitalismo —la mano invisible asigna mejor que nadie todos los recursos—, y es incapaz de protegernos y de proporcionar soluciones colectivas a los problemas realmente globales: no ha habido modo de implantar una gobernanza contra el cambio climático ni ha sido posible confinar la mutación de un virus nuevo que ha saltado de la fauna salvaje al ser humano en un remoto confín de Asia (todo ello, si damos por buenas las confusas explicaciones recibidas). “En la visión a la que se aferran los intelectuales progresistas —ha escrito Gray—, el futuro es una versión más bonita del pasado reciente. Sin duda, eso les ayuda a preservar cierta apariencia de cordura. Su visión también socava el que en estos momentos es nuestro atributo más vital: la capacidad de adaptarnos y crear modos de vida diferentes. La tarea que nos espera consiste en construir economías y sociedades más duraderas y humanamente habitables que las expuestas a la anarquía del mercado global. Esto no significa pasar a un localismo a pequeña escala. La población humana es demasiado numerosa para que la autosuficiencia local sea viable, y la mayor parte de la humanidad no está dispuesta a regresar a las comunidades pequeñas y cerradas de un pasado más distante. Pero la hiperglobalización de las últimas décadas tampoco va a volver. El virus ha dejado al descubierto puntos débiles fatales del sistema económico parcheado tras la crisis financiera de 2008. El capitalismo liberal está en quiebra”.
De hecho, si se observa con alguna perspicacia, se verá que la propia idea agregada de Europa ha saltado espontáneamente por los aires, aunque poco a poco sus responsables institucionales traten de salvarla del naufragio político para que un debilitamiento del euro no empeore las cosas. Porque la clausura de Schengen no ha sido más que la cara visible de la predisposición de los 27: los países ricos, la aristocracia centroeuropea, no está en absoluto dispuesta a solidarizarse más allá de lo testimonial con un sur indolente cuya falta de higiene (creen ellos) ha facilitado la contaminación (no lo han dicho con estas palabras pero se ha entendido perfectamente). Y, por supuesto, aunque están dispuestos a financiar a regañadientes las consecuencias más aparatosas de la catástrofe y el coste de la recuperación (no en vano el sur es el patio trasero del norte que fabrica gran parte de la demanda), en modo alguno se avendrán a mutualizar la deuda, una medida que equivaldría a poner en común con los desharrapados del Mediterráneo una fracción de su soberanía.
En la práctica, en lo único con que podemos contar como europeos —y no es desdeñable, desde luego— es en el aval que respaldará los créditos que necesitaremos, y que obtendremos a un interés relativamente bajo pero que tendremos que devolver con puntualidad. Pero en el fondo las soluciones serán “nacionales”. Los estados-nación europeos están ya trabajando cada uno por su cuenta en la erradicación del patógeno. Y en la reconstrucción nacional, ante la pasividad de una Comisión Europea que ha tenido que pedir perdón a Italia por no haber respondido a su dramática llamada cuando Lombardía se convirtió en horas en un terrorífico centro de expansión del coronavirus.
La bofetada de Bruselas a los italianos ha sido un gran regalo para el populista Salvini, quien ya exige un referéndum como el británico para abandonar la Unión.
Esta escandalosa actitud de Bruselas no quedará impune y dejará huella. Von der Leyen se ha humillado ante Italia pero el daño ya está hecho y es irreparable. La bofetada de Bruselas a los italianos ha sido un gran regalo para el populista Salvini, quien ya exige un referéndum como el británico para abandonar la Unión. Pero lo grave no es tanto que los populistas neofascistas se vean arropados por la inepcia comunitaria sino que buena parte de la opinión pública solvente de Italia considere también inadmisible la respuesta ofrecida a Roma por sus aliados. Hasta el presidente de la República, Sergio Mattarella, ha reconocido que Italia ha sido maltratada por la UE. Y el Partido Demócrata, de centro-izquierda, ha expresado sus quejas con adecuada dureza.
Macron, por su parte, ha hecho el diagnóstico acertado: los populistas ganarán en España e Italia si la UE no actúa. Esta puede ser la herencia política envenenada del coronavirus: si la teórica alianza de los gobiernos democráticos fracasa en el salvamento de sus países, la ultraderecha europea saldrá muy reforzada. Basta ver el repugnante afán de Vox por criticar a las instituciones y a los gobiernos legítimos que se esfuerzan a fondo para atajar el virus.
La globalización en el mundo
Pero la crisis tiene además una inquietante vertiente económica: si la globalización había estimulado el comercio en un mundo en que los países se especializaban e intercambiaban sus producciones con las de los demás sin el menor recelo, ahora han vuelto a soplar aires autárquicos, de claras concomitancias con el primer franquismo. Súbitamente, nos hemos percatado de que sólo China fabricaba los equipamientos sanitarios básicos que estamos necesitando; de que la India produce la mayor parte de los genéricos farmacéuticos del mundo; de que el 5G, que representa el último y más perfeccionado escalón tecnológico, del que dependerá el Internet de las cosas, ya tiene inevitable paternidad asiática. Y nos hemos aterrado.
En España, ya se ha garantizado que se creará una industria autóctona para que nunca más tengamos que mendigar en el extranjero mascarillas o respiradores. Todos los países occidentales harán acopio del instrumental necesario para combatir la próxima pandemia. Está renaciendo, bajo la apariencia moderna de un avispado cosmopolitismo, un nuevo nacionalismo antiguo y acomplejado que nos impulsa a ser autosuficientes en lo esencial, incluidos productos agropecuarios y alimentos. La cooperación es un concepto moribundo —¿quién se acuerda de aquella feliz idea de dedicar a cooperación el 0,7% del PIB de los países autosuficientes?— y los competidores en los mercados no son de fiar.
Frente a todo esto, hay una reacción cabal de las sociedades progresistas frente a los anclajes conservadores. Se abre paso el reconocimiento de la idea de que el beneficio no puede ser el único motor de la historia. El viejo axioma que afirma con torpeza que es preciso crecer para redistribuir, y que ha justificado todos los atropellos e inequidades de la última poscrisis, ya no tiene credibilidad. Probablemente empiecen a tener audiencia quienes prediquen la idea de que la felicidad que persigue el ser humano está más en los objetivos cualitativos que en los cuantitativos. Quizá, en fin, estemos avanzando —lo sugiere también John Gray— hacia la “economía del Estado estacionario”, término acuñado por Stuart Mill en su “Principios de economía política” (1848), que describe una utopía en que la producción y el consumo dejarían de ser objetivos preferentes y el número de seres humanos descendería para eludir el peligro de una superpoblación que carecería de “parajes floridos” y de “vida salvaje”. Mill denuncia los peligros de la planificación centralizada y aboga por la pacífica economía de mercado en que se incentiva la competencia, mientras la innovación tecnológica perfeccionaría el arte de vivir…
En esa globalización desagregada hacia la que caminamos, los Estados Unidos están a punto de enajenar su liderazgo. Sólo un fanático desalmado como Trump podría plantearse seriamente que su obligación es reflotar la economía y evitar que siga desmoronándose, aunque ello cueste centenares de miles de vidas, dada la inexistencia de una sanidad pública, la abundancia de personas sin hogar, la inconcebiblemente abundante población penitenciaria y la gran difusión de los opioides en amplios estratos de la población de su país.
El gran descubrimiento de nuestro tiempo, la gran enseñanza del coronavirus, es, en fin, que el desarrollo y el progreso son reversibles. Y que vamos a tener que aprender a sobrevivir con esta realidad bajo los pies.
La precarización de Europa no será total pero España, como Italia y como Francia, deberá tomar decisiones. Probablemente el movimiento reflejo introspectivo frenará nuestro desarrollo, lo cual no es necesariamente malo porque reducirá el deterioro del medio ambiente —ya pueden verse las consecuencias positivas sobre la calidad del aire de unos pocos días de caída del tráfico en las grandes ciudades—, e introducirá mecanismos de equidad que hagan de esta sociedad una comunidad más equilibrada y pacífica.
En cuanto al movimiento general de desagregación, es de temer que en un primer momento la introspección eleve fronteras y debilite los instrumentos de conciliación y arbitraje que la globalización había comenzado a crear. Quizá, a medio y largo plazo, el secreto estribe en regresar con la mayor prudencia y sin precipitaciones a una globalización dotada de una mejor gobernanza que nos evite incurrir en el perverso aldeanismo del que provenimos, que engendró destructivos y odiosos nacionalismos y que nos lanzó a las dos grandes guerras mundiales.
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