Los Pactos de la Moncloa, un referente remoto
Este jueves, el presidente Sánchez, que acudió al Congreso a justificar la razones por las que el Gobierno solicita un nuevo plazo de quince días para el estado de alarma por causa del coronavirus, anunció que esta próxima semana convocará en La Moncloa a todos los partidos, a los agentes sociales (patronal y sindicatos), a los presidentes autonómicos y a representantes de otros sectores para buscar soluciones e iniciativas que favorezcan la “reconstrucción” nacional que requerirá la salida de la crisis, sobre todo en el ámbito económico y social.
Para cuando la reunión tenga lugar, probablemente ya sepamos que el PIB español, como el francés o el alemán, ha experimentado una caída histórica en el primer trimestre del año. No en vano las medidas adoptadas contra el Covid-19 representan, según el jefe del Ejecutivo, más de 128.000 millones de euros, de los que 119.000 millones se aplican a medidas económicas, 4.600 millones a gastos sanitarios, 3.400 millones a medidas laborales y más de 1.100 millones a actuaciones de carácter social.
La sugerencia de formalizar tales pactos era sin embargo algo más antigua: el 18 de marzo, cuando Sánchez presentó al Congreso de los Diputados la declaración del estado de alarma, evocó el efecto benéfico en su día de los Pactos de la Moncloa de 1977, que facilitaron la puesta a punto del país para la Transición que se pretendía, y que se estaba comenzando a dibujar por aquellas fechas.
Los pactos, efectivamente, hicieron posible una inaplazable estabilización económica, pusieron fin a la inestabilidad laboral —había habido comprensibles oleadas de huelgas en pro del reconocimiento de la libertad sindical— y a la espiral de inflación, dieron respetabilidad al propio proceso de transición, encarrilaron simbólicamente el todavía muy lejano ingreso de España en el entonces Mercado Común y pusieron las bases de la modernización de la economía, que todavía no se había desprendido del todo de la época autárquica. “La unión de todos” hizo posible aquellos logros, recordó Sánchez. Pero, en realidad, entre aquella coyuntura y la actual hay similitudes muy remotas, que se resumen exclusivamente en la necesidad de arrimar el hombro colectivamente para salir de una situación de dificultad.
En todo lo demás, los Pactos de la Moncloa —hubo dos, en realidad, el Acuerdo sobre el programa de saneamiento y reforma de la economía y el Acuerdo sobre el programa de actuación jurídica y política— tienen bien poco que ver con la actualidad, entre otras razones de peso porque, si entonces había que acordar unos fundamentos democráticos comunes que pudiesen ser llevados a la tarea constituyente, hoy el núcleo político de este país ya pivota sobre el consenso constitucional: Unidas Podemos, que surgió durante la crisis anterior contra “el régimen del 78”, ha rectificado por completo y hoy acata claramente el vigente estado de derecho; y no se sabe bien dónde está VOX, pero de momento no parece pretender escabullirse de la Constitución por procedimientos distintos de los que la propia Carta Magna establece.
Los Pactos de la Moncloa
En su momento, los Pactos de la Moncloa vinieron urgidos por la propia lógica de la transición. A la muerte de Franco, en noviembre de 1975, nos encontrábamos inmersos en la crisis del petróleo de octubre de 1973, provocada por la negativa de los países árabes a exportar crudo a los países que habían apoyado a Israel en la guerra de Yom Kipur.
La inestabilidad política de los primeros meses de la monarquía, con Arias en la presidencia del Gobierno y el empresario Villar Mir en Hacienda, hizo imposible que se adoptaran impopulares medidas económicas de ajuste, como pretendía Villar con argumentos técnicos irrebatibles, ya que el gran objetivo de aquella etapa era el cambio político, que arrancó realmente cuando en julio de 1976 el Rey designó presidente a Adolfo Suárez, quien a su vez situó a Enrique Fuentes Quintana, catedrático de Hacienda Pública y el economista más prestigioso de la época, al frente de Economía y Hacienda.
Fuentes también entendió que, a pesar de que el objetivo principal que debían marcarse era político, si no se estabilizaba la economía la transición política podía frustrarse, por lo que convenció a Suárez de la necesidad de plantear a los agentes políticos y económicos los Pactos de la Moncloa.
Y tras superarse algunas resistencias iniciales —de la UGT de Nicolás Redondo, de los empresarios agrupados tras Ferrer Salat, del propio Manuel Fraga que pensaba que aquella escenografía facilitaba las cosas al socialismo— firmaron todos los partidos, desde la UCD al PCE y una gran mayoría de actores económicos y sociales, y fue posible encarrilar el proceso económico de forma que resistiera hasta la normalización democrática que llegaría después de la promulgación de la Constitución de 1978. Aquel gran acuerdo cargó de prestigio la propuesta regia de apertura y democracia, lo que facilitó el ejemplar proceso constituyente.
Aquellos pactos, firmados por personalidades de alto nivel entre los que no abundaban los políticos profesionales, fueron posibles por la calidad humana e intelectual de los actores de la época
Aquellos pactos, firmados por personalidades de alto nivel entre los que no abundaban los políticos profesionales, fueron posibles por la calidad humana e intelectual de los actores de la época. Pero su mérito estribó en que conciliaron posiciones muy distintas, incluso divergentes, en aras del bien común y de la consecución de una democracia parlamentaria.
Hoy, en cambio, el problema de España es cualitativamente muy distinto: la crisis que hay que enfrentar es más técnica que política, debemos aplicarnos a la reconstrucción material del país, que saldrá con graves daños de la gran pandemia y consiguiente parálisis, pero que, hecha excepción de la cuestión catalana, que debe ceder su precedencia a la razón sanitaria, no tiene verdaderos conflictos ideológicos de calado: el objetivo es volver a poner en pie físicamente la gran maquinaria después de la hibernación de la economía.
Un designio que es en realidad global puesto que también depende de la demanda externa, sin la cual algunos de los principales sectores de la economía —el turismo y el automóvil, por ejemplo— no despegarán. La similitud entre nuestro problema actual y el de 1977 es pues inexistente, salvo en la necesidad de presentar un frente unido que permita afrontar los problemas con energía.
En realidad, la lucha contra la pandemia requiere una dirección política única y ágil que esté a lo que diga la comunidad científica y que se mantenga atenta a lo que se hace en los demás países que padecen la patología (el éxito incuestionable de Corea del Sur debería ser mejor interiorizado). Si así actúa el poder y lo hace con transparencia, tendrá el respaldo inequívoco de la opinión pública, como ocurre hoy a ojos vista.
Es cierto que el Gobierno debería ser quizá más atento con la oposición y hacerla partícipe del proceso de toma de decisiones, en las que valdría la pena escuchar su criterio. Pero tampoco puede perderse de vista que quienes llevan la voz cantante más estridente en la oposición, los de Vox, ya han dicho que la oferta de unos nuevos pactos de la Moncloa no es más que una estrategia perversa para dividir a la oposición.
Si el Partido Popular se deja arrastrar cándidamente por las turbulencias engendradas por la extrema derecha y accede a utilizar la pandemia como instrumento para debilitar al Gobierno, cualquier tentativa de pacto con él será imposible, ante el escándalo no sólo de sus adversarios sino también de sus partidarios, que son incapaces de entender esta notoria falta de sensibilidad, sentido del estado y grandeza de miras.
Lo lógico sería que la dimensión internacional del problema, que incluye la negociación con Europa, fuera gestionada con la colaboración permanente de la oposición conservadora, que tiene lazos ideológicos con algunos de los actores decisivos de la Unión. También sería natural que en el tiempo transcurrido se hubieran creados órganos de gestión y administración —una junta de compras, por ejemplo— entre las Comunidades Autónomas, que tienen la competencia de Sanidad, y el Gobierno, que realiza labores de dirección y coordinación a través del Ministerio de Sanidad, para dar corporeidad a unas instituciones interterritoriales que deberían ser operativas y no sólo deliberativas.
De cualquier modo, es muy probable que nuestra situación insólita —el Financial Times se ha escandalizado porque el coronavirus no solo no ha unido a los partidos españoles sino que es un nuevo y potente escenario de confrontación—, sea observada con desinterés y creciente escepticismo por la ciudadanía, que está atenta sólo a lo importante. Porque hoy, lo relevante es que el país acate los criterios que han de liberarnos del virus, del mismo modo que mañana será preciso que contribuya lealmente a la desescalada y que arrime el hombro a la hora de la reconstrucción. Los acuerdos serán entonces tácitos, la iniciativa corresponderá a la mayoría, y no se entendería que alguien desistiera de participar en la recuperación en marcha.
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