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El autor es colaborador regular de The New York Times.
MADRID — Nunca pensé que escribiría estas palabras, pero aquí van: he aprendido a ser conservador. Todavía no digo que lo sea; digo que, tras huirle como a la peste toda mi vida, ahora entendí cómo podría serlo. Me ataca, lenta, arrolladora, la conciencia de que no vamos a vivir como vivíamos. Llevo días y días extrañando la vida que creo que perdí; días y días pensando en esas cosas que me gustaban de mi vida anterior al virus que seguramente no volverán —los viajes, la felicidad de mezclarse sin pegas con personas en mercados o estadios o manifestaciones, los encuentros y conversaciones impensados, el calor de un abrazo—. Días y días lamentando su desaparición tan probable; días y días imaginando cómo podría conservarlos.
Esa es, ahora entendí, la actitud entre melancólica y reactiva —reaccionaria— del conservador: sabe que algo se le escapa y se pregunta cómo podría conseguir que algo de ese algo no se fuera del todo o volviera de algún modo. Se suele pensar que los adultos se vuelven conservadores porque quieren vivir mejor. Creo que es un error: lo hacen, si lo hacen, porque creen que han vivido mejor: no, en mis tiempos… Eso es, creo, ser conserva, y me está dando. Porque ahora, parece, empieza la otra vida.
Ahora desescalamos: esa es la orden, al menos en España, donde estoy. Yo sabía que los escaladores escalaban y, una vez que habían llegado a la cumbre, bajaban o incluso descendían; nunca supe que desescalaran, pero nosotros sí lo haremos. No será fácil: no es lo mismo abrir que descerrar. Y si conseguimos desescalar lo suficiente llegaremos abajo de todo, muy abajo, al fondo, donde nos espera la nueva normalidad. Desescalar hacia la nueva normalidad es la consigna: el castellano sufre, las sociedades puede que también.
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Era un clásico: cada vez que se producía algún cataclismo extraordinario, su víctima intentaba “volver a la normalidad”. Ya no; ahora vamos a ir, con suerte, hacia la “nueva normalidad”.
“Nueva normalidad” es una contradicción en los términos. La normalidad se construye a través del tiempo, poco a poco, probando y descartando y adoptando formas y maneras que se van volviendo normales. Ahora es normal que las mujeres voten; hace cien años era anormal, y se fue “normalizando” a golpes durante todo el siglo XX, por ejemplo. La “nueva normalidad”, en cambio, no será el resultado de un largo proceso sino la imposición de unos gobiernos empoderados por nuestro miedo.
Están inflados. Nunca gobiernos democráticos tuvieron tanta cancha para ejercer su poder: hace dos meses que les permitimos cualquier cosa porque estamos asustados por la enfermedad, por la muerte presente y prematura. Lo hacen, por supuesto, por nuestro bien; no hay razón más eficaz para hacerte obedecer que convencerte de que es “por tu bien”, y ahora estamos, con razón o sin ella, convencidos.
Así que todo lo que hicimos con nuestras vidas en estos meses no fue producto de un debate, de una decisión consultada y compartida: es lo que nuestros gobiernos, apoyados en el supuesto saber de ciertos científicos, nos dicen que hagamos. La democracia se suspende —por nuestro bien, faltaba más— y los poderes deciden sin más máscaras. No digo que esté bien o mal; digo que sería bueno tenerlo presente. Cuando se nos pase el susto, la inmovilidad del susto, habrá movidas, pedidos y pases de cuentas: terremotos políticos varios.
Y eso mismo que hacen los Estados lo hacen, en estos días, tantos ciudadanos, cuando sermonean a los “infractores”, los atacan, les lanzan desde sus ventanas el peso de sus mejores intenciones. Es el peligro de las causas justas o, peor, las buenas causas. Cuando tenemos una —cuando creemos que tenemos una—, ella lo justifica todo. Entonces podemos permitirnos todas esas conductas que en general reprimimos, porque la causa lo requiere. Ahora tenemos la mejor —o una de las mejores—: la conservación de la salud de la comunidad, la vida de la comunidad. Y, gracias a eso, miles de ciudadanos antes ¿respetuosos? ¿temerosos? ¿reprimidos? se transformaron en verdaderas arpías policiales, llenos de razón y sacrosanta cólera, que se dedican a decirles a los otros lo que deben hacer —y todo por la causa—. Si no diera asco daría risa. Y, sobre todo, si no cupiera la sospecha de que esa conducta llegó para quedarse: que el control mutuo “por la buena causa” será una de las bases de la nueva normalidad.
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Nueve semanas. Ya van dos meses que nos despertamos cada mañana con las cifras de los muertos, las historias de los muertos, los ecos de los muertos: la muerte en la cabeza. Para una cultura que se dedica a ocultar la muerte es un fracaso extraordinario y habrá que ver cómo nos cambia. Hemos hecho todo lo que hemos hecho todos estos días por el miedo a la muerte, por la muerte. Ahora la sabemos, de esa manera física en que se saben pocas cosas. No está claro que podamos deshacernos de ella y volver a ser empecinados ignorantes. No está claro, en general, cómo seremos, pero la nueva normalidad incluirá una presencia de la muerte que hasta ahora supimos evitar.
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Mientras, la pregunta del millón es si los Estados mantendrán algo de la fuerza que consiguieron en estas semanas. Todos —las grandes empresas, las pequeñas empresas, ciertos ricos, los pobres de todas las formas y colores— los necesitamos para sobrevivir en estos tiempos difíciles. Muchos —sobre todo los grandes capitales— intentarán desasirse cuando los tiempos se apacigüen. Pero ha quedado claro que en ciertas situaciones el famoso mercado no alcanza o no sirve. Y que hay momentos en que el destino de las personas se hace común, cuando alcanza con que unos pocos estén mal para que todos lo estemos; que hay males —las epidemias, la destrucción de la Tierra— que todavía no aprendieron a discriminar según fortunas. Esa sería la gran enseñanza que los más poderosos querrán olvidar: contradice las bases de su conducta, de sus ideas del mundo.
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Y llegarán los cambios en la vida cotidiana, los que me volvían conservador. Los que podamos viviremos, sin duda, en un mundo más plano. La pantalla —la computadora que suele estar detrás— es un campo de concentración, un territorio concentrado. Ya cumple las funciones que hasta hace poco cumplían muchas herramientas distintas: el tocadiscos, la calculadora, el libro, el diario, el mercado, la radio, la televisión, el cine, el teléfono, la libreta, el naipe, el mapa, el correo y siguen firmas. En estos días incluyó también relaciones sociales y espectáculos que le escapaban, y trabajo, mucho trabajo. La tendencia existía, pero se aceleró. Lo sabemos: el teletrabajo llegó para quedarse, y habrá que ver cómo nos cambia.
Puede producir, entre otras cosas, ciudades menos congestionadas por personas yendo a sus empleos, pero también acabar con los negocios de tantos —bares, restoranes, transportes, roperías— que vivían de sus necesidades. Puede producir un uso más razonable de nuestro tiempo pero ya produce —dicen estudios recientes— un aumento del tiempo de trabajo. Puede reducir el control de los jefes cocoritos pero también dificulta la posibilidad de armar respuestas comunes de los trabajadores.
Y será un mundo mucho menos físico. Entre el avance de las relaciones digitales y el miedo a los demás nos tocaremos mucho menos. Los abrazos y los besos quedarán limitados a los muy cercanos, y a ver cuántos son los valientes que se atreven a darle la mano a un desconocido cuando se lo presenten. Nos miraremos con esa desconfianza que ya se encuentra en cualquier góndola, y ni siquiera nos veremos: viviremos en un mundo con muchas menos caras, con las caras hundidas detrás de esas máscaras que, por disimular, llamamos mascarillas. La sonrisa se volverá algo privado: un privilegio de interiores, como el pelo de las mujeres musulmanas.
(Es curioso. Una de las características más destacadas del avance chino en el mundo era que tenía rasgos occidentales: lo llevaban adelante con costumbres y cosas y maneras y máquinas diseñadas de este lado, para vivir vidas parecidas a las “nuestras”, hechas de coches, rascacielos, vinos, teléfonos, bluyines. Lo que había triunfado no era Oriente sino un Occidente desplazado, con mano de obra más barata. Las mascarillas, que ellos usan desde hace mucho y ahora todos usaremos, serán, quizá, el primer gran rasgo oriental que se va a imponer en nuestro espacio: una marca de su poder en nuestras caras).
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Un mundo empieza en estos días, y siempre es fácil encontrar belleza en el que se termina. En eso consiste esa tontería de ser conservador. Pero es cierto que, si todo sigue como parece, viviremos en un mundo con más miedos y controles. Un mundo con menos gestos, menos intercambio. Un mundo donde los extraños serán tanto más extraños.
Son solo algunas previsiones para los que todavía creemos que podemos prever algo. Hay millones —muchos millones— cuya previsión más insistente consiste en querer prever —y proveer— la comida de mañana. Mientras algunos teletrabajamos y nos dolemos por los viajes y los besos perdidos, millones clamarán, reclamarán, exigirán a gritos. Con ellos —y con la respuesta que reciban— se jugará la suerte de nuestros países. Entonces sí sabremos cómo será esa normalidad que anuncian nueva y que puede ser, en lo esencial, siempre la misma. O no, cómo saberlo. Hace tres meses no imaginábamos nada de lo que nos sucede: si esta lección no nos enseña la modestia, nunca nada podrá.
Martín Caparrós (@martin_caparros) es periodista y escritor. Sus libros más recientes son el ensayo Ahorita y la novela Sinfín, que transcurre en 2070.
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