EL FUTURO (DEMOGRÁFICO) NO ES TAN CRUDO
Juan Antonio Fernández Cordón*, Doctor en Economía y demógrafo, es miembro de Economistas Frente a la Crisis
España ha despertado del sueño demográfico que alentó la burbuja inmobiliaria y financiera. Después de un rápido crecimiento de la población, muy celebrado por los Gobiernos de turno entre 1999 y 2008, hoy el número de habitantes disminuye porque se marchan más personas de las que llegan a nuestro territorio y porque el número anual de defunciones está a punto de superar al de los nacimientos. Reflejo de la decadencia económica y social en la que nuestro país ha sido sumergido, la demografía parece anunciar un futuro lleno de amenazas. Sin embargo, lo destacable es más bien lo moderado que está siendo el efecto de la crisis en este ámbito. España ha basado su continuidad demográfica en la inmigración, que compensa su endeble fecundidad, y el inconveniente de este modelo es que los movimientos migratorios están muy condicionados por la coyuntura económica y por condicionantes sociales y no por la lógica demográfica. El desaforado crecimiento del sector de la construcción y del crédito creó una demanda de mano de obra poco cualificada y mal pagada, que fue cubierta con gran rapidez por la llegada de inmigrantes. Por fortuna, la inversión de la coyuntura no ha tenido un efecto contrario tan radical: la gran mayoría de los que llegaron se ha asentado en España. A final de 2013 había 4.677.000 extranjeros, 4 millones más que en 1998 y, desde ese año han aparecido 1.100.000 españoles más, por concesión de la nacionalidad a extranjeros. Así que la burbuja de 1998-2007, tan desastrosa para la economía, ha tenido efectos positivos para la evolución demográfica.
A pesar de todo, para muchos, la demografía, el temido envejecimiento de la población, representa actualmente el principal argumento para recortar el gasto público, en pensiones o en sanidad, por ejemplo. El temor ante el futuro demográfico es compartido por un amplio abanico social, no solo por los “expertos” o los políticos que apoyan la incansable búsqueda de mayores beneficios para el sector privado. Ni siquiera la social democracia dispone actualmente de un discurso diferenciado y coherente sobre la demografía. Sin embargo, un análisis no ideologizado de la situación actual y del futuro previsible lleva a desmitificar ese agigantado espectro.
El envejecimiento, un proceso normal en todas las sociedades desarrolladas, se debe a dos factores: la disminución de la mortalidad y la disminución de la fecundidad, que configuran un nuevo modelo demográfico. La esperanza de vida al nacer de los hombres en España es ahora de 80 años y de 19 años a los 65. La de las mujeres es de 85,6 años y de 22,9 años, respectivamente. Estos valores están entre los más altos del mundo desde los años ochenta. En el otro extremo, la fecundidad en España, 1,27 hijos por mujer en 2013, es de las más bajas del planeta y solo supera, en la Unión Europea, la de algunos países del antiguo bloque soviético. Los dos parámetros conducen, por consiguiente, a un envejecimiento acelerado de la población y a su declive, algo que, sin embargo, no se ha verificado hasta ahora, gracias a la inmigración, que compensa el déficit de nacimientos. La proporción de personas mayores, que ha disminuido entre 2000 y 2010, es de 17,7% en 2013, inferior a la media de la UE (tanto de la eurozona como de los 28), equivalente a la de Francia, país en el que se mantiene una fecundidad en torno a 2 hijos por mujer de forma sostenida. El aumento del envejecimiento desde 2010 es un efecto directo de la crisis económica, por la emigración de adultos jóvenes que provoca.
Las perspectivas de futuro distan de ser tan alarmantes como quieren hacernos creer. Es cierto que las proyecciones oficiales, las del INE o de EUROSTAT, prevén un considerable aumento de la proporción de mayores, hasta el 33,4% en 2050, según EUROSTAT, y un correspondiente deterioro de la llamada “ratio de dependencia” (relación entre la población de 65 o más años y la de 15-64) que llegaría a 53,5% en 2040 y 62,5% en 2050, años en los que, de acuerdo con EUROSTAT, Grecia y España serán los países más envejecidos de Europa. Hay que objetar, en primer lugar, que estas proyecciones no resultan creíbles, porque son incompatibles con cualquier senda de crecimiento, e incluso de mantenimiento, del PIB en España y en otros países de la UE. Evitar que disminuya el PIB exigirá necesariamente la incorporación de un mayor número de inmigrantes a la población en edad de trabajar, salvo que se produzca un muy considerable incremento de la productividad. Por otra parte, la “ratio de dependencia”, indicador puramente demográfico, tiene escasa relevancia en la situación económica actual de subocupación, en la que solo el 57.3% de los que tienen entre 16 y 65 años está ocupado en la economía. Además, un 16,3% de los asalariados trabaja a tiempo parcial y el 23,6% tiene un contrato temporal[1]. Es perfectamente posible que el empleo y la producción aumenten, aunque disminuya la población en edad de trabajar: todo depende de la economía. Además, si la tasa de empleo llega a alcanzar un máximo debido a la “barrera demográfica”, será posible recurrir a la inmigración, como ha ocurrido anteriormente. No resulta actualmente prudente realizar proyecciones demográficas sin tener en cuenta explícitamente la evolución del mercado de trabajo, que a su vez depende de la situación económica. Paradójicamente, la situación de España frente al envejecimiento es en realidad mejor que la de muchos países de la UE, como por ejemplo Alemania, país que deberá recurrir a la inmigración mucho antes que nosotros, si no quiere que disminuya su PIB.
Aceptando que nuestra producción puede aumentar, a pesar de la actual perspectiva de una disminución de la población en edad de trabajar (parte esencial del proceso de envejecimiento) queda por ver si podrá ser soportada la carga adicional que va a suponer el aumento de personas mayores debido a la disminución, pasada y futura, de la mortalidad. La respuesta de los “expertos en recorte de las pensiones” es que no: según ellos sería necesario dedicar un porcentaje del PIB inasumible para la economía española, en torno al 16% en 2040, el doble del actual, si no se rebajan las pensiones. Que esta previsión sea inasumible es una afirmación arbitraria, que no tiene en cuenta, precisamente, el cambio en la composición por edades de la población. Si, con una proporción reducida de adultos y el doble de personas mayores, la economía consigue producir al menos lo mismo, la parte del PIB que va a los de más edad debe aumentar proporcionalmente. De lo contrario se producirá una redistribución de la renta a favor de los menores de 65 años, en detrimento de los mayores. Es factible multiplicar por dos la parte del producto que va a los jubilados, sin que disminuya el nivel de vida de adultos y niños. Si, además, tenemos en cuenta el probable aumento de la productividad, el nivel de vida podría mejorar en el conjunto de la población.
Lo que realmente plantea problema no es la demografía sino la tendencia a reducir tanto el empleo como los salarios, que está provocando un trasvase de las rentas salariales hacia las del capital. Con una tasa de empleo mayor podrían reducirse aún más los salarios reales, al amparo de la reforma laboral vigente, ahora sin afectar el nivel de vida, puesto que disminuiría la carga de dependientes adultos (parados e inactivos) en las familias. De que este excedente vaya a engrosar las rentas del capital o pueda ser dedicado a la población mayor depende el futuro de nuestro sistema de protección social.
La evolución demográfica futura no es tan fiera como la pintan. Simplemente exige cambios que permitan una redistribución de la riqueza que no sacrifica el nivel de vida de adultos y niños. Lo más urgente es, sin ninguna duda, desplazar el debate hacia la producción y la distribución de la renta y es probable que las soluciones exijan más Estado. Por desgracia, los vientos actuales no soplan precisamente en esa dirección. ¿O sí?
[1] Datos extraídos de la EPA, correspondientes al primer trimestre 2015 (INE)
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