REDACCIÓN
Artemio Mortera lleva muchos años explorando los vestigios de la guerra civil en Asturias. Puede decirse sin dudar que es un experto y, sin embargo, «no hubo ninguna salida de las que hicimos en todos estos años en la que no descubriera algo nuevo». Es un patrimonio ingente aunque, se lamenta él, muy pocos responsables políticos ?por no decir ninguno- se preocupan por conservarlo y dignificarlo como una pieza clave de la historia de la región. Para Mortera también forma parte de su propia historia.
Artemio es un mierense menudo, tranquilo, de mirada viva y mente afilada. Cuando visita las construcciones de hormigón maltratadas más por las personas que por el tiempo, recita de memoria un sinfín de lugares, cifras, datos, batallas, anécdotas de la guerra civil en Asturias. Ha escrito más de un centenar de artículos en distintas revistas especializadas y además dirige un pequeño museo militar en Grado. ¿De dónde sale esta afición tan intensa, tan larga y apasionada?
Ya de pequeño se acercaba a ver algunas de las sólidas construcciones de hormigón que tanto le atraen. No en vano su padre trabajó en un batallón de presos nacionales en el bando republicano construyendo esas fortificaciones.
Artemio Mortera, padre, fue movilizado cuando llamaron a su reemplazo, el de 1931. En diciembre de 1936, cuando estaba en el frente de Oviedo, le comunicaron que se presentese al Estado Mayor para ser juzgado, donde le condenaron a trabajos en el Batallón de Trabajadores D, que mandaba el comandante republicano Ramiro Monfort Mir.
Pero Mortera, hijo, no guarda ningún rencor político, no deja que la ideología le nuble el sentido común: «Cuando terminó la guerra, mi padre firmó con otros a favor de Monfort, un hombre que no sólo les dio buen trato sino que los protegió y en ocasiones hasta les dejó escapar y encubrió su huida para evitar represalias». Este testimonio sirvió para que el comandante fuera absuelto.
Luchar contra la destrucción
Para este investigador por cuenta propia y cofundador de la Asociación para la Recuperación de la Arquitectura Militar Asturiana (ARAMA 36/37), es penoso ver el estado en que se encuentran la mayoría de las construcciones por falta de atención de las autoridades. En muchos lugares, él y su asociación se ocuparon de señalar los emplazamientos y avisar a las administraciones para evitar su destrucción, casi siempre a causa de nuevas obras. A veces lo consiguen, muchas otras, no.
Algunas se conservan en estado precario, otras duermen bajo la maleza, las hay incluso que sirven como bodegas y almacenes en fincas privadas. Así comienza un recorrido por los vestigios del cerco a Oviedo.
Génesis
El 1 de abril de este año se cumplieron 80 años del fin de la Guerra Civil, aunque en Asturias realmente terminó casi un año y medio antes, en octubre de 1937. Transcurrido todo ese tiempo, sin embargo, quedan aún cicatrices de la contienda, tanto simbólicas como materiales, y no hay que desplazarse muy lejos del centro de Oviedo para encontrarlas.
Mientras se producía la sublevación contra el gobierno de la república, en la capital se dio una particular situación. El coronel Antonio Aranda, que irónicamente tenía fama de republicano, conspiraba en secreto para unirse al levantamiento.
Según señalan Alberto Allende y Esteban López en la revista de Arama, «Aranda supo jugar con acierto al engaño y manipular a los poderes civiles y sindicales en aquellas primeras horas, evitando el masivo reparto de armas a las organizaciones obreras y manteniendo con sus fuerzas el control de la capital asturiana. Seguros como estaban los líderes de izquierdas de tal lealtad del coronel, formaron una columna de mineros armados destinada a Madrid».
Según distintas fuentes, Aranda contaba con unos 660 soldados, entre 1.000 y 1.300 guardias civiles, 400 guardias de asalto y 300 carabineros: en todo caso menos de 3.000 efectivos y ocho piezas de artillería, lo que equivale a una brigada. Un contingente verdaderamente escaso desde el punto de vista actual, teniendo en cuenta que una sola división del ejército reúne cerca de 10.000 soldados.
A las cinco de la tarde del 19 de julio de 1936, el coronel declaró el estado de guerra en una Asturias que era mayoritariamente republicana. Se hizo con los centros neurálgicos de la ciudad, apresó o fusiló a los leales a la república al parecer a algunos los dejó que escaparan; pronto no tendría con qué alimentarlos y prefería no acogerlos en su retaguardia- y se preparó para establecer un perímetro defensivo y que la ciudad quedara sitiada.
Según Allende y López, Aranda aprovecha el desconcierto inicial para establecer una línea defensiva de unos 16 kilómetros, teniendo en cuenta los escasos efectivos de que dispone y ocupando posiciones favorecidas por elevaciones del terreno y por los pequeños barrancos que rodean Oviedo. De forma cuadrangular, en los vértices de este perímetro de defensa se situarían las posiciones principales, estructurándose el área en cinco sectores: el cementerio, Buenavista, El Canto, Pando y La Cadellada.
El socialista Francisco Martínez Dutor comandaba las milicias, puesto que al principio no contaba con fuerzas regulares, que cercaron la capital y que posteriormente quedaron bajo el mando del teniente coronel Javier Linares. Los atacantes cortaron el suministro de agua, consolidaron posiciones y en vista de la dificultad para tomar la ciudad, se dispusieron también para un largo asedio.
«Casi todas las fortificaciones que quedan en Asturias son republicanas. Sólo cinco son nacionales», señala Artemio Mortera. Y eso se debe, en su opinión, a la forma de entender la guerra. Mientras que para el bando republicano se trataba de impedir a toda costa que sus enemigos se movieran, desde el nacional se realizaban trincheras o estructuras temporales, sacos terreros y alambradas, con la idea de no frenar el avance. Sólo hay constancia de la existencia de dos obras de hormigón del bando sublevado en Oviedo: dos polvorines en el alto del Escamplero.
Los primeros combates de importancia no comenzaron hasta el mes de septiembre. La ciudad sufrió un intenso bombardeo y un asalto que fue rechazado. La falta de higiene desató una epidemia de tifus que se cebó con la población. En octubre, temiendo la llegada de las columnas gallegas con refuerzos del ejército franquista de África, el Frente Popular intensificó el ataque. El cerco se estrechó, y pasó de un amplio perímetro a un círculo irregular que comprendía el centro de Oviedo.
La ofensiva más dura se produjo no obstante en febrero del año siguiente, en el crudo invierno y con el apoyo de tropas del ejército del Norte; no hay consenso en cuanto al número de soldados que intervinieron, que habrían sido al menos 35.000, o más según otras fuentes. Al terminar la fracasada ofensiva, Aranda ya contaba sólo con unos 500 defensores y casi no le quedaba casi munición; además el bando republicano había capturado la última central eléctrica y dejó la ciudad sin luz.
Justo cuando los sublevados estaban a punto de colapsar, en octubre de 1937, la columna de Galicia logró penetrar desde Grado y romper el aislamiento. Aunque el asedio aún duró nominalmente unos meses más, hasta febrero del año siguiente, ese octubre se produjo en realidad el fin del cerco a Oviedo. Quedaron -y aún quedan- numerosos vestigios en torno a la capital asturiana de las posiciones blindadas republicanas.
Rastros de la contienda
Entre las obras de fortificación militar que han llegado a nuestros días y son objeto de estudio se pueden citar trincheras, fortines y nidos de ametralladoras, asentamientos artilleros, blocaos, búnkeres, refugios de campaña, depósitos de municiones, puestos de observación, así como edificios refugio contra bombardeos, puestos de mando...
El principal frente de la guerra rodeaba Oviedo al principio desde el extrarradio y más tarde desde su casco urbano: eso la convertiría en la capital de provincia que más destrucción sufrió durante la contienda. El ejército del Norte republicano se sumió en una auténtica «fiebre fortificadora» una vez que renunció a la conquista de Oviedo tras las fracasadas ofensivas contra la capital de noviembre y diciembre de 1936 y, sobre todo, de la mencionada de febrero y marzo de 1937.
Se levantaron una multitud de líneas defensivas en torno a la ciudad, la mayor parte de las cuales nunca vieron ni un solo tiro. «Los nacionales intentaron alguna incursión que solía acabar muy mal, de modo que pocas veces volvieron a insistir», dice Mortera. Por el contrario, las ofensivas provenían del bando republicano en su deseo de conquistar la capital, cosa que nunca sucedió.
Ametralladoras en una rotonda
Cuando el Principado construyó el actual Hospital Central en los terrenos de La Cadellada, alrededor existían aún intactas muchas posiciones republicanas: nidos de ametralladoras, galerías de tiradores y trincheras. Arama se quejó de la destrucción indiscriminada de los vestigios y consiguió, bien que mal, que se conservaran algunos elementos. Hoy se puede ver en el centro de una de las pequeñas rotondas en una esquina del hospital uno de los nidos de ametralladora. En puntos cercanos también perviven, aunque llenas de escombros y basura, fuera de contexto y sin señalizar. El interés de la administración por conservar la historia de la guerra es poco menos que nulo.
Los frentes asturianos, tanto los que rodeaban la capital a lo largo del Nalón, que separaba los dos bandos hasta llegar al mar, como en los puertos de montaña, quedaron prácticamente estabilizados hasta el final de la guerra en Asturias. «Estabilizados, pera no inactivos», dice Mortera, porque se siguieron produciendo violentas escaramuzas e incluso guerra de minas.
«Los republicanos desarrollaron una labor fortificadora ingente que en algunos lugares llegó a tener una profundidad de cinco líneas», explica Artemio, que consistían en emplazamientos para armas automáticas de hormigón armado comunicadas por trincheras, baterías en casamatas y refugios, polvorines y puestos de mando subterráneos.
Esta intensa actividad constructora hace las obras que han llegado hasta hoy sean bastante numerosas, pese a que a lo largo de casi ocho décadas se han venido destruyendo, en especial debido a la planificación de carreteras y edificios. La demolición de los vestigios ha sido «a veces innecesaria», dice Mortera con tristeza. Ya en 1938 el que fuera director general de Turismo hasta 15 años después, Luis Bolín, organizó con éxito unas Rutas Nacionales de guerra que incluían como punto fuerte de sus circuitos la visita al Oviedo mártir. Era una idea propagandística que no obstante cosechó un notable triunfo turístico.
Apenas terminada la guerra en Asturias, ante las escasez de metal, el servicio de Regiones Devastadas se dio cuenta de que los numerosos raíles que conformaban la estructura de las cubiertas de tales casamatas tenía un valor que no convenía despreciar y, «plano en mano, fue dinamitando una a una las casamatas para extraer la codiciada viguería, hasta no dejar ni una sola íntegra» en toda la región.
Pese a ese esfuerzo destructor, aún se conservan muchas estructuras, así como los túneles que en varias de ellas comunicaban las piezas entre sí y a éstas con los repuestos de munición o los puestos de mando subterráneos; túneles que en algún caso superan los doscientos metros de largo. Un patrimonio en vías de extinción en una región que tiende a olvidar o a ignorar deliberadamente su pasado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario