Mundo rico, mundo pobre
Si la situación de los refugiados no hace que los gobernantes europeos reconsideren sus posturas, deberían atreverse a decir abiertamente que no se puede hacer gran cosa, que si siguen viniendo, no habrá más remedio que dejarles morir.
Resulta incomprensible que en Europa queramos vivir como si esto no fuera con nosotros a pesar de que estamos obligados por los tratados que hemos ido firmando a lo largo de los años.
Economistas Sin Fronteras - Alejandro Represa
No es que simplemente los políticos de nuestro mundo rico se hagan de cruces intentando razonar que nuestras economías no podrán resistir los enjambres de personas que intentan instalarse en nuestros territorios, lo que resulta mucho más desolador es escuchar en las tertulias de bar, entre grupos de amigos y conocidos, opinar favorablemente, y sin el mínimo recato, sobre las medidas empleadas por ciertos países impidiendo la entrada de migrantes y refugiados extranjeros en sus territorios, ya sea instalando muros, alambradas, concertinas o cualquier otro tipo de barrera.
Desde luego que no es honesto por parte de los gobiernos europeos intentar esquivar la ayuda a los refugiados sirios, ni a los de ningún otro país, con el argumento de que no se puede acoger a tanta gente. Esos refugiados que mueren en el mar intentando llegar a nuestras costas ratifican el fracaso de este mundo en que vivimos los más acomodados, siendo la prueba de nuestra mezquindad por lo pasivos que nos mostramos al apoyar a nuestros gobiernos en el regateo que organizan por la admisión de unos miles de personas, más o menos, como si de ganado se tratase. Porque esas personas vienen huyendo de la muerte, y llaman a nuestra puerta, la cual procuramos cerrar a cal y canto desoyendo la petición de auxilio que nos reclaman. Si a los que gobiernan en Europa nada de esto les hace reconsiderar la situación, si ni siquiera les sobrecoge ver esa cantidad de personas ahogándose en el mar, que digan al mundo, pero que se lo digan a la cara, que no se puede hacer gran cosa, que si siguen viniendo no habrá más remedio que dejarles morir.
Ahora, presionados por la parte más sensible de la sociedad europea, están los gobernantes alarmados, y empiezan a cuantificar el número de refugiados que cada país debe acoger y, naturalmente, hablan solo de los refugiados que huyen de la muerte que provocan las guerras (en Siria, fundamentalmente, aunque hay más), pero nada dicen de esos otros subsaharianos que huyen de las muertes que provoca el hambre, en muchos casos producido por el expolio de sus recursos que llevan a cabo nuestras grandes empresas transnacionales.
Durante su huida, y ya junto a nuestras fronteras europeas, en unos países vemos como hombres, mujeres y niños se arrastran pegándose al suelo como lapas para tratar de pasar por debajo de una alambrada, y en otros, jóvenes más arriesgados intentan saltar por encima de vallas en cuya cota hay colocadas desgarradoras concertinas. Y también, además de los que se han ahogado en el mar, la televisión nos enseña cómo algunas pateras han sido rescatadas antes de hundirse, y nos muestra a muchas de esas personas que han logrado llegar a Europa durmiendo en el mugriento y renegrido pavimento de una estación de ferrocarril, a la espera de que la benignidad del gobierno de algún país los quiera acoger.
Y mientras tanto, nosotros, aquí, en esta nuestra España, nos hemos pasado el último verano protestando por el calor pegajoso que no nos dejaba dormir, y lo seguimos haciendo por el escandaloso precio que está alcanzando el jamón, la tortilla o el vino tinto, o por cómo puede ser posible que China distorsione los mercados financieros de semejante manera, y también está resultando un inquietante tema de conversación la repercusión económica o identitaria que pueda tener para unos u otros el resultado de unas elecciones que algunos han llamado plebiscitarias, a realizar en una parcela de nuestra parte del territorio europeo llamado España. Pero, sobre todo, lo que nos tiene verdaderamente consternados es la faena que le han hecho al Real Madrid al no poder fichar a David de Gea (por no sé cuántos millones), tan sólo por haberse retrasado unos minutos la documentación que debería haber llegado desde Manchester. ¡¡No hay derecho!!
Es cierto que la fotografía del niño sirio de tres años, muerto sobre una playa de Turquía mientras intentaba junto a su familia llegar a la isla griega de Kos, nos ha hecho pensar sobre la facilidad con que los humanos nos desentendemos de las miserias de los demás. Ese niño ahogado no puede dejar tranquilas nuestras conciencias, no sólo por la crueldad que atribuye a nuestro mundo la propia fotografía, sino por la enorme injusticia que nos dice estamos cometiendo en esta parte rica del planeta. Y qué bueno sería que no pudiéramos borrar en mucho tiempo esa imagen de nuestra retina, pues significaría que todavía nos queda un poco de dignidad.
Por otra parte, resulta absolutamente incomprensible que en Europa queramos vivir como si esto no fuera con nosotros, puesto que a ello nos obligan diversos tratados internacionales, como es la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 28 de julio de 1951, o el Acuerdo de Schengen, de 1985 (España lo firmó en 1991), que proclama la libertad de movimiento dentro de los países vinculados a este tratado por ciudadanos que vivan en ellos, o bien por quienes residan en uno de los países que aplican el Convenio, quedando muy claro que la llegada de refugiados a un país europeo afecta a los demás.
Pero, al margen de la obligación formal que nos imponen esos tratados, y de que hay un deber moral de ayudar a todas esas personas, sólo por egoísmo propio deberíamos actuar, pues hemos de tener muy presente que esto no va a pararse en las fronteras de Turquía, de Siria, del Líbano o de ningún otro país. Si pensamos ingenuamente que el sufrimiento y el dolor del hambre y las guerras no es cosa nuestra, estaremos muy equivocados, y no debería cabernos la menor duda de que sí lo es, y que cada vez nos acecha más de cerca.
El artículo refleja la opinión del autor. Economistas sin fronteras no coincide necesariamente con su contenido.
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