Dos enfoques opuestos del conflicto catalán
En la entrevista que mantuvieron el pasado lunes, 17 de febrero, Sánchez y Casado, el líder de la oposición trató de convencer al presidente del Gobierno de que desistiera de su política de diálogo hacia el independentismo catalán, renunciara a la mesa de negociación entre gobiernos y a la reforma del Código Penal encaminada a modernizar el conjunto de delitos contra la Constitución, y se plegara a la estrategia del Partido Popular, que, al parecer, es continuista con la estrategia que adoptó Rajoy y que consiste en la aplicación rigurosa y estricta de la norma, con la mayor dureza, sin dejar resquicio alguno a la política en el Principado, sin la menor flexibilidad y sin preocupación por las secuelas incendiarias de un problema irresuelto en el que se mantiene ad infinitum una presión que reconcentra y excita las pasiones de la sociedad civil.
Los orígenes del conflicto catalán
José María Aznar, dócil en su primera legislatura (1996-2000), en que dependía de CiU, y desaforado en la segunda (2000-2004), en que gobernó con mayoría absoluta, ejerció un nacionalismo españolista muy agresivo que rompió puentes entre Madrid y la periferia. De hecho, la política antiterrorista del PP estuvo imbuida de un patrioterismo anticuado. En modo alguno se avino a aceptar las tesis de España como “nación de naciones” o como “estado plurinacional” y puso en marcha una política de uniformización que colocó a los nacionalismos periféricos a la defensiva: las fuerzas autóctonas de Cataluña (CiU), el País Vasco (PNV) y Galicia (BNG) firmaron en julio de 1998 la Declaración de Barcelona en la que acordaron llevar adelante una política conjunta para el reconocimiento de sus respectivas “realidades nacionales” frente a la recentralización en marcha.
En la práctica, Aznar convirtió la cuestión catalana en un polvorín, como lo demuestra el hecho de que el Pacto del Tinell, con el que se selló la formación del tripartito catalán que se proponía reformar el Estatuto de Autonomía (entonces nadie, o casi nadie, hablaba de independencia), incluyera una anexo con una cláusula que excluía la posibilidad de cualquier pacto de gobierno o acuerdo de legislatura con el PP, tanto en la Generalidad como en las instituciones de ámbito estatal (en 2005, tanto Maragall como Carod Rovira reconocieron que aquella cláusula era excesiva por intolerante y debía retirarse).
De cualquier modo, el PP, ya con Rajoy, se excluyó de toda intervención positiva en Cataluña y en febrero de 2006 llegó a financiar en Andalucía una abyecta campaña publicitaria contra el acuerdo que sustentaba el nuevo Estatuto catalán y lo consideraba un agravio para las demás comunidades autónomas, la andaluza en particular.
Durante su mandato, Rodríguez Zapatero asistió cooperativamente a la reforma del Estatuto de Cataluña, llegando a participar activamente, en conversaciones con Artur Mas y con Pasqual Maragall, en los últimos y más delicados flecos, antes de su aprobación por las cámaras catalana y española. En julio de 2011, a pocos meses de las elecciones de noviembre, Zapatero promovió y sacó adelante, con la abstención del PP, una nueva LOFCA a partir de una reunión del Consejo de Política Fiscal y Financiera del Estado, que arbitró procedimientos para que las comunidades autónomas pudieran capear a trancas y barrancas el temporal de la gravísima crisis en que se hallaban inmersas, como el propio Estado.
A partir de 2011, cuando Rajoy llegó a La Moncloa con mayoría absoluta, el gobierno del Estado no mostró la menor receptividad en lo referente a aceptar en lo posible las reclamaciones del nacionalismo catalán, en el poder en la Generalitat (no todas las demandas eran desaforadas e inatendibles). En concreto, en septiembre de 2012 Rajoy daba un portazo a la propuesta de Pacto Fiscal que le había presentado el presidente de la Generalitat, Artur Mas, porque era “contraria a la Constitución”. Cuando en realidad aquella propuesta, desactivada con aquella dura rotundidad, era sobre todo una invitación al diálogo, a la reforma de las reglas de juego, e incluso de la Constitución. El PP tenía todo su derecho a cerrarse en banda, pero la negativa le obligaba a encajar asimismo las consecuencias de aquel gesto inamistoso, que fueron las que fueron.
Consultas ilegales en Cataluña
En noviembre de 2014 y en octubre de 2017 hubo sendas consultas ilegales en Cataluña, y tras la segunda se emitió una incompleta declaración de independencia, seguida de la aplicación terapéutica del artículo 155 CE y de la puesta en marcha de los correctivos judiciales correspondientes. El PSOE secundó al Gobierno en la adopción del 155 CE, pero ello no fue, obviamente, un asentimiento global a la postura de Rajoy. Mucho se ha criticado que el Gobierno central no fuese capaz, ni en 2014 ni en 2017, de prevenir la celebración del referéndum, desactivando materialmente los elementos físicos de cada maquinación. Hoy se ve con más claridad que entonces que el Estado, desarbolado políticamente y sin una dirección firme, hizo el ridículo en ambas ocasiones.
Como es bien conocido, ambos plebiscitos ilegales han tenido consecuencias penales, lo cual constituye no sólo un baldón para los transgresores sino una mala nota para el gobierno que no fue capaz de evitar aquel deslizamiento y que sólo mostró firmeza a última hora, cuando el problema había salido de sus cauces políticos y se había convertido en un problema de orden público.
Una nueva estrategia
Tras la moción de censura que dio paso a Sánchez a La Moncloa, la estrategia planteada en el conflicto catalán ha sido muy distinta: tras el ‘procés’, que ha dejado profundas heridas en el tejido político y social de Cataluña, el Gobierno ofrece la negociación y el diálogo abiertos, dentro de los límites constitucionales pero sin otras condiciones que la integridad del Estado de Derecho, en busca de una gran mayoría en Cataluña que apoye una reforma transversal. Ello está suponiendo dar protagonismo a la mitad de los catalanes que, siendo tan patriotas como la otra mitad, no quieren la secesión.
Como es bien conocido, la vía de la negociación, que descarta la unilateral que condujo a la ruptura, ha sido en principio aceptada por Esquerra Republicana, que se ha prestado a entronizar a Sánchez en el poder mediante su abstención. Puede, en fin, decirse que la mitad de la sociedad catalana y la mitad del soberanismo catalán están embarcados en una vía pacífica de resolución del conflicto.
Muchos pensamos que este camino es insoportablemente arduo y somos escépticos sobre el resultado que se obtenga, pero creemos que es legítimo y aun necesario emprenderlo para que el Estado se cargue de toda la razón. En todo caso, ya es una evidencia que un sector del nacionalismo que parecía irreductible ha optado también por la política. En estas circunstancias, el PP debería aceptar caballerosamente que esta vía es legítima, siempre que se mantenga intacto el imperio de la ley.
En los setenta, el diálogo obró prodigios en este país, a pesar de los augures que pronosticaban que nos deslizaríamos por el despeñadero, y no tiene por qué ser ahora diferente. Con unas reformas que mantengan lo sustancial del modelo y que hagan más cómoda la instalación de Cataluña en el conjunto, es posible reconstruir el Estado de las Autonomías. Algo que nos interesa a todos, y también al PP, que algún día tendrá que gestionar otra vez el país.
El PP, sin embargo, está en otras cosas. Casado ha ofrecido —al menos retóricamente— apoyo a Sánchez siempre que deje de negociar con los separatistas y de basar su estabilidad gubernamental en ellos. Lo grave del caso es que Casado no tiene otra opción alternativa, ni mucho menos una repuesta a Esquerra Republicana de Cataluña, que ya está dispuesta a negociar y pactar una solución, siquiera provisional, al conflicto.
Ya se sabe que es de momento muy improbable que el conflicto catalán se resuelva definitivamente, al menos hasta que la Unión Europea avance como auténtica federación y se desvanezcan los afanes soberanistas de las minorías étnicas dispuestas a reclamar un estado propio. Por ello, nuestra obligacion es conllevarlo durante algunas generaciones más, como hicieron los padres de la Constitución hace más de cuarenta años, con un éxito incompleto pero evidente.
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