sábado, 15 de agosto de 2020

Los sábados de A.Papell...

 

Reforma constitucional y monarquía republicana

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España democracia

Se ha informado de que el CIS incluirá en su barómetro de septiembre una pregunta relacionada con la reforma constitucional. Naturalmente, el juicio que merezca esta iniciativa dependerá del texto de la pregunta, pero la tradición del CIS fue en el pasado muy lineal: a partir de 1987 se preguntó esporádicamente si el encuestado estaba a favor o en contra de la reforma. Siempre hubo más partidarios del cambio que de la quietud, salvo en los años 1991 y 2000, pero desde el 2001 al 2018 (año de la última encuesta) hubo un creciente distanciamiento entre los partidarios del sí, que llegaron al 69,6% en 2018, y los del no, con el14,9% en 2018, tendencia que probablemente se mantenga el próximo mes.

El CIS está en su derecho de realizar esta exploración, aunque se previsible que su actual presidente, José Félix Tezanos, un brillante intelectual, padecerá críticas infamantes por tan osada decisión (la facilidad con que se critica en España al CIS, un organismo modélico, especializado en prospectiva, demuestra la trivialidad y la endeblez de nuestro debate político).

Sentado lo anterior, y recalcado que la actitud del CIS es legítima, algunos, que somos ante todo enemigos de la democracia directa, pensamos que la sociología aplicada debe manejarse con extraordinaria sutileza por la sencilla razón de que una gran cantidad de asuntos no pueden plantearse en forma de dicotomías lineales entre el sí y el no. En el concreto caso que nos ocupa, tanto el adverbio afirmativo como el negativo son extraordinariamente polisémicos, por lo que el predominio de cualquiera de ellos es poco expresivo.

Por simplificar y aclarar el análisis, bastará evidenciar que hay muchas razones distintas para ser partidario de reformar la constitución, inspiradas por móviles en ocasiones opuestos incluso.

Una primera es la de aquellos que, siendo partidarios de mantener el régimen y el gran pacto constitucional, creemos que es hora de actualizar algunos aspectos que se han quedado anacrónicos, sin modificar la médula de una ley de leyes que consideramos absolutamente válida para seguir permitiendo autodeterminarnos con gran soltura y con verdadera eficiencia democrática. Casi todos quienes así pensamos desechamos por absurdo el argumento de que hay que reformar la Constitución porque la mayoría de los españoles vivos de hoy no tuvieron oportunidad de votarla.

Esta evidencia serviría, quizá, para postular la actualización y/o la reforma, pero a nadie en su sano juicio se le ocurre que la bisecular Constitución de los Estados Unidos del siglo XVIII o el régimen británico del XVII que ni siquiera fue constitucionalizado son inservibles por arcaicos. Los aspectos reformables de nuestra CE son, entre muchos otros, el de la sucesión dinástica, vetada a las mujeres; la constitucionalización del Estado autonómico y la reforma del Senado para conectarlo con aquel; la actualización de los grandes derechos sociales; el replanteamiento de los aforamientos y privilegios de todo tipo etc. El “Informe sobre modificaciones de la Constitución Española” de febrero de 2006 publicado por el Consejo de Estado a requerimiento del entonces recién llegado presidente Rodríguez Zapatero es un magnífico trabajo de base que conserva todo su vigor y que merecería ser actualizado. Como es sabido, eran cuatro las modificaciones propuestas entonces:

1.ª La supresión de la preferencia del varón en la sucesión al trono.

2.ª La recepción en la Constitución del proceso de construcción europea.

3.ª La inclusión de la denominación de las Comunidades Autónomas.

4.ª La reforma del Senado.

Estoy convencido de que la mayoría de quienes así pensamos, deseamos la reforma constitucional para mejorarla y reforzar el Estado, así como para dotarla de mayor eficiencia.

Pero además de estos ciudadanos, hay otros que desean la reforma constitucional por motivos muy concretos; especialmente los republicanos militantes, que pretenden aprovechar la ocasión para cambiar la forma de Estado, y los secesionistas de cualquier pelaje, que aspiran al imposible de incluir en la Carta Magna el derecho de autodeterminación y que se encuentran con la Monarquía ubicada en la clave del arco de la unidad de España.

Por último, es de suponer que un tercer grupo de personas tendrá motivos diversos para preferir otro modelo político, otro modelo de sociedad, que pudiera requerir una constitución diferente de las que salen del tronco común de la democracia parlamentaria occidental.

En resumen, la reforma constitucional tiene hoy dos variante esenciales: puede servir para consolidar el pacto constitucional del 78 y perfeccionar nuestro modelo vigente, con más o menos avances en la dirección federal. O puede ser requerida para resquebrajarla, de forma que los republicanos consigan su objetivo de cambio de modelo de gobierno o los secesionistas dejen de encontrar oposición invencible a su idea de independizarse.

Por último, hay que pensar que quienes se niegan a la reforma —y no se les da ocasión de describir por qué— no lo hacen tanto porque nieguen la conveniencia intelectual de hacerlo (siempre es en principio positivo que se actualice lo viejo, que se reforme lo que ya no se ajusta del todo a la realidad circundante) cuanto para evitar que alguien aproveche la coyuntura para cambiar el sistema, para violentar el espíritu constitucional.

Como se ve, todas esas consideraciones no caben en una simple disyuntiva entre el sí y el no.

La monarquía republicana

La relativa crisis de la institución monárquica española ha traído consigo fatalmente el debate sobre la república. Un debate que es totalmente distinto hoy del que en los años veinte del pasado siglo trajo efectivamente la Segunda República a este país.

Para entender mejor ese debate es útil recurrir a un concepto acuñado por Duverger, el de la “monarquía republicana”

Maurice Duverger (1917-2014) fue un longevo jurista, politólogo y sociólogo político francés que en los años setenta publicó algunos ensayos que nos valieron a muchos jóvenes de entonces para aprender los fundamentos teóricos y técnicos de la democracia; de algún modo, Duverger y su “Sociología Política” fueron libros de cabecera de una clase política que no había podido formarse en España y que debía aprender de los autores de los grandes modelos foráneos a los que deseábamos fervientemente parecernos.

Pues bien, en 1974, Duverger publicó, primero en Francia y meses después en España, “La monarquía republicana”, un libro que resultó desconcertante para muchos lectores españoles, que por aquellas fechas, con Franco todavía vivo, estábamos familiarizándonos con las llamadas ‘previsiones sucesorias’ en la jerga de la dictadura, una terrible condena legal que traspasaba los poderes de Franco al Rey, y que nos condenaba por lo tanto, si no tomábamos las medidas pertinentes, a seguir siendo un país autoritario… Siquiera hasta que la sociedad reaccionara. Porque hay que decir con claridad que, de la misma manera que aunque hay que aplaudir al Rey que impulsase la transición y el proceso constituyente, la otra opción, la de dejar las cosas como estaban e intentar mantener las leyes del franquismo, hubiera supuesto antes o después la caída irremisible de la monarquía.

El libro de Duverger “La monarquía republicana” aclaró las ideas a una sociedad que había padecido cuarenta años antes una cruenta guerra civil en la que el ejército, bajo banderas nazis y fascistas, derrocó a la Segunda República. Como es lógico, en 1974 el concepto de República en España era identificado con el antifranquismo, con las libertades democráticas, con los regímenes victoriosos occidentales de la Segunda Guerra Mundial que habían construido una entidad admirable llamada Occidente. Y la monarquía era en principio el legado de Franco, la continuidad de la autocracia, la prosecución del ostracismo de nuestro país, que tuvo problemas para ingresar en la ONU y que, como es natural, no fue admitido ni en la OTAN ni mucho menos en el Mercado Común.

Nuestra perspectiva era certera, pero desenfocada por la propia experiencia. En 1974, como hoy mismo, eran monarquías algunas de las democracias más solidas y perfectas del mundo: la británica, la danesa, la holandesa, la sueca, la noruega… Y en cambio, el término república se aplicaba a numerosas satrapías de varios continentes. En ese marco, Duverger nos explicó que los verdaderos “reyes” de las grandes democracias son los elegidos que ostentan la legitimidad electiva y son titulares del poder Ejecutivo. En este sentido, son auténticos “reyes” los presidentes de los Estados Unidos y Francia, los jefes de Gobierno del Reino Unido o del Japón. “Los ‘reyes elegidos’ —explica Duverger— no suceden directamente a los ‘reyes hereditarios’ y las ‘monarquías republicanas’ no son unos regímenes intermedios entre las monarquías tradicionales y las repúblicas no monárquicas, sino la forma contemporánea que toma la república en los países más desarrollados económicamente y más tradicionalmente democráticos”. En otro lugar, Duverger explica que “los regímenes políticos de los Estados Unidos, de Gran Bretaña y de Francia, no difieren más que en la apariencia: presidencial en Washington, parlamentario en Londres, mixto en París. Pero una misma realidad fundamental les une, al margen de la diversidad de sus formas constitucionales: los tres tienen como centro de animación a un monarca elegido, al cual el parlamento tan sólo sirve de contrapeso, más o menos según los casos”.

Semejante planteamiento tiene un corolario obvio: en el caso del régimen democrático español, que no existía cuando Duverger publicó su obra, lo relevante no era/es tanto la forma de Estado —monarquía o República— sino la legitimidad del ‘rey republicano’ que gobierna, en este caso el presidente del Gobierno, elegido en votación de segundo grado por el Parlamento. En definitiva, se equivoca absolutamente quien asimile democracia a república y autocracia a monarquía. Y yerra quien piense que el mero hecho de sustituir a un Rey de naturaleza hereditaria por un presidente de la República representativo como en Alemania o en Italia mejoraría el sistema y fortalecería el pluralismo. La salud de una democracia depende de otras muchas cosas y, para bien o para mal, no depende de la naturaleza del jefe del Estado simbólico que representa idealmente a la nación y a sus valores fundamentales.

Regular la monarquía

Los errores de don Juan Carlos han abierto inevitablemente el debate sobre la monarquía, que en España tiene tintes sentimentales muy intensos (los republicanos fueron derrotados por los aliados con las potencias del Eje en la guerra civil, y ello, unido a una gran carnicería que rondó el crimen de lesa humanidad, engendró odios irreductibles, cuyos ecos todavía perduran). La realidad es que los escándalos recientes han reabierto el debate monarquía-república, que ya no equivale al dilema autocracia-democracia.

Así las cosas, la politóloga Elisa de la Nuez ha sugerido en un brillante artículo que aprovechemos la actual ocasión para hacer algo que nunca hicimos, normativizar la monarquía, regularla. “Recordemos —escribe de la Nuez— que una institución se define como un conjunto de normas, un conjunto de personas y una cultura organizativa. Y esos tres elementos han fallado en el caso de la Corona. Lo más interesante es que en un país adicto al BOE nuestros políticos no han encontrado el momento en 40 años de regular la Jefatura del Estado. Probablemente por muchas razones; pero esa falta de regulación unida al manto de la opacidad extendida sobre el rey emérito es, en mi opinión, la causa del desastre. La escasa normativa sobre la Corona existente se refiere a cuestiones secundarias, como la organización de la Casa Real o el régimen de títulos, tratamientos y honores de la familia real. Y así durante mucho tiempo el Jefe del Estado ha podido vivir en una especie de limbo jurídico, en el que una vez consagrada su inviolabilidad en el art. 56.3 de la Constitución (entendida de forma muy generosa) quedaba exento de responsabilidad por todos sus actos. Nos encontramos así ante un Jefe del Estado que queda formalmente al margen o por encima del ordenamiento jurídico vigente, lo que no deja de ser una anomalía en una democracia moderna”.

De acuerdo con el inveterado hábito de dejar de lado las cuestiones complejas, nuestros legisladores no han tasado el alcance de esta inviolabilidad, que no puede ser absoluta por razones de simple racionalidad política. La inviolabilidad, como la inmunidad parlamentaria, se establece no como privilegio de quien la disfruta sino como garantía de los ciudadanos, que no pueden ser privados de la representación o de cobijo institucional sin que haya razones muy contrastadas para ello. Pero, además, de la Nuez propone atinadamente que se desarrolle convenientemente todo el título II C.E. “introduciendo todas las garantías necesarias para que la Jefatura del Estado, con independencia de quien sea su titular, funcione de forma eficiente y eficaz, neutral, profesional, con los necesarios contrapesos, la debida transparencia y rendición de cuentas y sobre todo con la máxima ejemplaridad. En definitiva, si la Corona quiere subsistir tiene que convertirse en una institución modélica que funcione como un referente para todas las demás”, y cuyo papel ha de desposeerse de toda arbitrariedad para sujetarse estrictamente a la interpretación de su papel que haga la ley.

En un primer momento, y mientras se asienta la nueva situación —con el rey emérito en el extranjero, después de ser desalojado del complejo de La Zarzuela—, parece lógico que el gobierno —y no el Rey, que obviamente no tiene iniciativa legislativa— derogue el decreto 470/2014 de 13 de junio que concedió al rey D. Juan Carlos I el título honorífico de rey tras la abdicación. Y sería muy bien recibida por la sociedad civil una reparación material de lo defraudado a Hacienda si se confirman las versiones divulgadas de la actividad financiera del Rey emérito.

Elisa de la Nuez piensa, según se desprende de su artículo, y como en otras ocasiones ha defendido este articulista, que lo importante es recuperar la dignidad de una institución, la Corona, que ha sido desacreditada por uno de sus titulares, para engrasar así todo el sistema institucional. Pensar en una gran revolución con cambio de régimen incluido no favorece el interés general ni mucho menos asegura que la jefatura del Estado, que ejerce un papel pasivo, fuese a cumplir mejor que hasta ahora su función institucional.

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