viernes, 1 de noviembre de 2024

Trump y la contrarevolución...

Faltan 13.480€ Política / Estados Unidos Sylvie Laurent / Historiadora, especialista en racismo y Estados Unidos “Está en juego la trayectoria histórica de Estados Unidos como una democracia liberal” Enric Bonet Detroit , 31/10/2024

Sylvie Laurent. / Editions Seuil

Sylvie Laurent. / Editions Seuil En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí La historiadora Sylvie Laurent (1974, Bocquier-Bouche) es una de las grandes especialistas francesas en Estados Unidos. Trabaja como profesora en Sciences Po París, además de colaborar con las universidades estadounidenses de Harvard y Stanford. En los libros Capital et race. Histoire d’une hydre moderne, publicado a principios de año, y Pauvre petit blanc, en 2020, ha descrito la centralidad de la esclavitud y el racismo en la génesis del capitalismo y la construcción de la identidad norteamericana. En esta entrevista analiza el ajustado duelo entre la vicepresidenta Kamala Harris, del Partido Demócrata, y el expresidente Donald Trump en las elecciones estadounidenses del 5 de noviembre. La campaña ya ha entrado en la recta final. ¿Por qué las elecciones presidenciales del 5 de noviembre tienen una dimensión existencial para Estados Unidos? Estados Unidos es un país que siempre se ha visto a sí mismo como una democracia capaz de resistir a las zozobras de la historia y de no verse alterada. Pero con el hipotético retorno de Trump a la Casa Blanca se enfrenta a algo más que una alteración. Se trataría de una contrarrevolución que la dejaría como una democracia dañada de manera definitiva. Puede sonar hiperbólico, pero es el sentimiento que tienen muchos estadounidenses. Creen que está en juego la trayectoria histórica de Estados Unidos como una democracia liberal. En una entrevista para la emisora de radio France Inter a mediados de octubre, usted advirtió de que “a diferencia de 2016”, esta vez una victoria del candidato del Partido Republicano significaría “que Estados Unidos acepta ser un país de extrema derecha”. ¿Cuál es la diferencia entre el Trump de ahora y el de hace ocho años? En 2016 había, en cierta manera, una virtualidad de la extrema derecha. Ya se trataba de un dirigente con un discurso populista, racista, demagógico y conspirativo. Todos estos elementos estaban presentes, pero entonces había un conjunto de instituciones que podían ejercer como contrapesos, desde el Partido Republicano hasta la Administración, pasando por los medios o los jueces. Todos ellos frenaron a Trump durante su primer mandato. Sabemos, por ejemplo, gracias al testimonio del que fuera su jefe de gabinete, el general John Kelly, que Trump pidió en 2020 disparar contra los manifestantes durante las protestas por la muerte de George Floyd, pero los generales se opusieron a ello. Y algo parecido sucedió con la Muslim Ban–una orden ejecutiva que impuso severas restricciones a los musulmanes– cuya aplicación se vio obstaculizada por los jueces. ¿Y estos contrapesos se han debilitado desde entonces? Sí, sin duda. El Partido Republicano está controlado por Trump. Su número dos –y futuro vicepresidente en el caso de una victoria trumpista–, JD Vance, se posiciona aún más a la derecha. La mayoría de los jueces del Tribunal Supremo se identifican con una línea ultraconservadora. En el ecosistema mediático e intelectual han ganado peso las ideas de la Nouvelle Droite (Nueva Derecha). Desde hace cuatro años hay mucha gente trabajando para un hipotético segundo mandato de Trump; ahora, si gana, tendrá la posibilidad de aplicar realmente un programa de extrema derecha. A pesar de esta radicalidad, un primer mandato caótico y una gestión claramente deficiente de la pandemia del covid-19, Trump parece tener opciones reales de vencer el 5 de noviembre. ¿Cómo lo explica? Me parece pertinente que hable del covid-19 porque creo que los analistas no le dan la suficiente importancia al traumatismo que representaron para millones de estadounidenses la pandemia y el confinamiento. Para un país como Estados Unidos, que justo entonces empezaba a levantar la cabeza tras la crisis financiera de 2008, la ralentización de la economía y el consumo favoreció una gran hostilidad contra todos aquellos a los que atribuyen esas decisiones. Curiosamente, esta rabia no se dirige hacia Trump, sino contra China, las farmacéuticas o los servicios sanitarios. A eso se le sumó la terrible crisis de la inflación. Todo esto ha favorecido una especie de nostalgia mistificada sobre la situación del país justo antes de la pandemia. ¿Y quién estaba entonces en la Casa Blanca? Donald Trump. ¿Cuáles son los relatos que se enfrentan en esta campaña? Por parte de Trump, se trata de un lenguaje fascistoide bastante clásico. Habla de un país en decadencia a causa de enemigos como la izquierda, los progresistas y las minorías, así como la amenaza de una población migrante que viene al país, según el discurso trumpista, para invadirlo, ocuparlo y provocar su genuflexión. Ante ese declive, el expresidente propone un impulso nacional gracias a un líder carismático. Y este discurso estructurado, y de sobra conocido, lo repite ad nauseam. Y el de Kamala Harris… Es básicamente un discurso centrista con el que quiere presentarse como la candidata de los moderados, un espacio que, según ella, va desde la izquierda del Partido Demócrata hasta los republicanos decepcionados con Trump como Liz Cheney. Pero el problema de este discurso es que no propone una reforma estructural del país, sino solo mantener el statu quo. Tengo mis dudas de que esta apuesta continuista resulte suficiente para seducir a una población vulnerable marcada por la crisis económica del covid-19 y la inflación, así como la polarización del debate público, la amenaza del derecho al aborto y la indignación por el apoyo a Israel en sus guerras en Gaza y Líbano. Tras haber dispuesto de su momentum en agosto cuando la designaron oficialmente como candidata en la convención de los demócratas en Chicago y haber subido entonces en los sondeos, la candidatura de Harris parece haber perdido algo de fuelle. ¿Cómo lo analiza? La alegría y el entusiasmo que hubo al principio con su figura se debió sobre todo al alivio que generó la retirada de Joe Biden. Muchos militantes y votantes demócratas consideraban que, si el actual presidente optaba a la reelección, les llevaría a una derrota segura. La posibilidad de que una mujer negra presida por primera vez el país es un incentivo para muchos estadounidenses. Muchos de ellos recuerdan las posturas claramente progresistas que mantuvo Harris durante las primarias de 2020, cuando hablaba de reformar la policía e impulsar un seguro médico universal. Y esa imagen de izquierdas se vio reforzada con la elección de Tim Walz como número dos. La mayoría de los estadounidenses saben cuál es su candidato preferido, pero tienen más dudas sobre si irán a votar Su campaña, sin embargo, se ha estancado desde septiembre, cuando apostó por una estrategia mucho más centrista. Los sondeos muestran que la mayoría de los estadounidenses saben cuál es su candidato preferido, pero tienen más dudas sobre si irán a votar. Pero, en lugar de intentar movilizar a toda su base electoral, el equipo de Harris ha preferido dirigirse a los republicanos decepcionados con Trump. Me parece una estrategia arriesgada y que no está funcionando, porque ha perdido su ventaja en los sondeos en algunos estados clave. Como en 2016 y 2020, varios de los swing states (Pennsylvania, Michigan, Wisconsin…) se encuentran en el antiguo cinturón industrial del norte. ¿El votante obrero blanco resultará clave? ¿O se sobrestima el peso de este sector de la población? Me parece que se sobrevalora el peso del electorado obrero blanco. El concepto de clase trabajadora en Estados Unidos no es exactamente el mismo que en Europa. Allí se utiliza para referirse a todos aquellos estadounidenses que no tienen un diploma universitario, es decir, a más del 60% de la población. Pero muchos de ellos no son obreros y, en realidad, forman parte de la clase media, un sector que puede abarcar desde las clases medias bajas, como los trabajadores industriales, hasta empresarios que se ganan muy bien la vida. Muchos de estos “obreros blancos” son cristianos y es cierto que en este sector están sobrerrepresentados los votantes de Trump. Si una parte de ellos apoya a Harris, eso puede resultar decisivo. Pero esto no quita que resulte bastante más relevante para las opciones de la demócrata la movilización de las mujeres y los jóvenes en ciudades universitarias como Madison o Filadelfia. En su libro Pauvre petit blanc, usted describe la construcción de este concepto del obrero blanco oprimido que se remonta varios siglos atrás y que el Partido Republicano ha utilizado desde los años setenta con Richard Nixon. En esta campaña, JD Vance intenta presentarse como su portavoz, pese a las contradicciones de este término. Resulta fascinante la manera en que se articuló la definición del proletariado en Estados Unidos, como aquel que debe vender su fuerza de trabajo para subsistir. Desde su independencia, la historia del país quedó muy marcada por la explotación del trabajo no remunerado de los esclavos. Para garantizar su poder y la ausencia de conflicto social, las élites aprovecharon esa tradición esclavista para dar a los blancos de las categorías modestas el salario simbólico de la blancura, según el concepto del intelectual afroamericano W.E.B. Du Bois. Es decir, se daba a los blancos pobres ese privilegio simbólico –Karl Marx hablaba de fetiche– que los convertía en una especie de aristocracia del proletariado. Y eso servía para exaltar su raza blanca que les permitía ser ciudadanos libres, a diferencia de los negros que eran fuerza de trabajo servil. Durante décadas, esta alianza del capitalismo y el racismo permitió, primero, al Partido Demócrata y luego al Republicano construir una alianza entre las clases dominantes y las populares blancas en torno a la idea de que había una redistribución social por el privilegio de ser blanco. Con el movimiento por los derechos civiles en los años sesenta y setenta y el interés creciente de los demócratas por la defensa de las mujeres y las minorías, los republicanos redoblaron su apuesta por el salario simbólico de la blancura. Eso se vio reflejado con un Richard Nixon (presidente entre 1969 y 1973) que ya hablaba de una minoría blanca oprimida. Un discurso exacerbado ahora por Trump, quien, gracias a esta identidad racial, ha logrado convertirse en el ídolo de una parte de las categorías modestas. A pesar de que este concepto del “pequeño obrero blanco oprimido” resulta más ideológico que sociológico, se trata de un factor repetido a menudo en Europa, también por parte de la izquierda, para analizar el trumpismo. La burguesía y las élites conservadoras han tenido cierta habilidad en los últimos años para presentarse como los portavoces del pueblo. Tras décadas de neoliberalismo y menosprecio hacia las clases populares, han modificado su discurso e identificado la xenofobia y miedo a la decadencia de la civilización occidental con los intereses del pueblo. Han entendido que resulta mucho más eficaz políticamente identificar estas ideas con los intereses del pueblo que asumir que en realidad se trata de obsesiones de una parte de esas mismas élites. Eso ha ido acompañado de un bombardeo mediático de ideas xenófobas. En cierta medida, el populismo de las élites se ha visto reflejado con la construcción de un pueblo con sus mismos valores. Si solo pudieran votar los estadounidenses blancos (un 65% del electorado), Trump vencería con comodidad ¿La lógica de la raza es un factor clave en esta campaña? ¿O se ha reducido el apoyo de las minorías al Partido Demócrata, como apuntan algunos sondeos? La verdad es que me molesta que se insista tanto en aquellos afroamericanos o hispanos que apoyan a Trump, sobre todo teniendo en cuenta que el 85% de los primeros dicen respaldar a Harris y siempre hubo alrededor de un 30% de los hispanos cercanos al Partido Republicano. Esto nos hace olvidar lo esencial: si solo pudieran votar los estadounidenses blancos (un 65% del electorado), Trump vencería con comodidad. ¿Por qué la mayoría de ellos, tanto hombres como mujeres, apoyan a un supremacista blanco al que declararon culpable por 34 delitos y que recomendaba tomar lejía para curarse del covid-19? Ese es el verdadero elefante dentro de la habitación. Autor >

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