lunes, 9 de diciembre de 2019

La Asturias Neorrural....

El despertar neorrural

La producción de nuevos cultivos en el campo asturiano o la recuperación de otros tradicionales impulsa proyectos encaminados al desarrollo de la economía local

Pablo Álvarez, en su finca de San Justo, en Villaviciosa./Daniel Mora
Pablo Álvarez, en su finca de San Justo, en Villaviciosa. / DANIEL MORA
PABLO ANTÓN MARÍN ESTRADA
He visto por todas partes la abundancia y la prosperidad, he visto la agricultura increíblemente extendida, y reducidos a cultivo no sólo las vegas y los valles, sino también las hondas cañadas y las altas cimas de los montes». Así escribía Jovellanos sobre nuestra región en su discurso a la Sociedad Económica de Amigos del País de Asturias de 1782. Mucho ha llovido en el Principado desde aquellos lejanos días en los que el ilustrado gijonés veía en el natal «un país rico porque es una de las provincias de España donde la tierra produce más». El sector agrario, sostén de la economía asturiana durante siglos, ha ido perdiendo peso de manera acelerada desde la segunda mitad del siglo XX en un proceso de decadencia agravado por el fenómeno paralelo del abandono del mundo rural. Numerosos expertos señalan el vínculo entre ambos procesos y estos días, con motivo de la Cumbre del Clima en Madrid se reaviva el debate global sobre la apuesta por modos de producción sostenibles para corregir los desequilibrios ambientales y poblacionales del planeta. En él distintas voces apuntan a la necesidad de comenzar a actuar por lo más cercano, desde la economía local y reformulando sus modelos tradicionales a la realidad actual. Esa es la filosofía que comparten algunos nuevos agricultores que en los últimos años han impulsado en Asturias sus propios proyectos de explotación de cultivos y con ellos, más allá de la dimensión económica, un modo de vida en armonía con el entorno.

José Artemio Rodríguez cosecha 35 toneladas de espelta
Impulsó la Asociación Asturiana de Productores de Escanda y tiene su empresa familiar, Espelta Las Regueras. Cosecha cada año unas 35 toneladas de grano y el 80% lo vende al por mayor. Defiende el sello autóctono para un cereal «del que no sale producto malo y que podría tener mucho futuro».
Pone de relieve el valor que se atribuía a la espelta en la antigüedad: «Hasta la llegada del maíz se usaba como moneda de cambio».

Recuperar la escanda

José Artemio Rodríguez lleva más de dos décadas embarcado en la recuperación del cultivo de escanda. En 2002 fundó junto a otros productores una asociación con en ese objetivo y tiene su propia empresa familiar. Rememora que «cuando empezamos estaba a punto de desaparecer y hoy habrá entre 60 y 80 hectáreas sembradas en toda Asturias». De ellas, ocho son suyas, repartidas entre su finca en Las Regueras y la vega de Peñaflor, en Grao. Recoge unas 35 toneladas de grano y aunque elabora diferentes productos de panadería, el 80% de la producción lo comercializa al por mayor: «Solo aquí, aunque viene gente de Castilla o Galicia a buscarlo, no les vendo. Es un producto autóctono y hay que defenderlo», manifiesta. Habla de la importancia que tuvo este cereal en el Principado: «hasta la llegada del maíz se usaba como moneda de cambio». También de su capacidad de adaptación al terreno: «Es resistente y se da en una vega igual que en la montaña». Él realiza el ciclo completo de producción desde su siembra hasta su transformación en harina en su propio molino de piedra y la elaboración de productos horneados. Subraya la inquietud con la que asisten los productores de su asociación por la entrada de escanda de otros países «perjudicándonos», y por eso llevan tiempo reclamando a la Administración regional una IGP o una DO: «Es algo nuestro y necesita una marca que evite fraudes». Asegura que, además de su resistencia, «la escanda tiene buena acogida y puedes hacer de todo: no sale ningún producto malo. Si se apostara por ello podría tener futuro», asegura.
Leandro Meléndez, Gerard Nierga y Macario Iglesias cultivan setas sitaki y dameko
Su empresa Fungi Astur cultiva setas sitaki y dameko siguiendo el método tradicional japonés con la utilización de troncos de roble o castaño obtenidos de sus propios bosques o de vecinos de la zona. Distribuyen sus productos de forma directa y entre sus clientes hay restaurantes como El Real Balneario de Salinas, Casa Gerardo o el ovetense Cá Suso.
Una de las claves con las que trabajan es el respeto al medio ambiente. Los troncos usados vuelven al bosque tras el proceso, convertidos en viruta biodegradable.

Setas japonesas en Cabranes

El futuro lo vislumbraron Leandro Meléndez, Gerard Nierga y Macario Iglesias en un producto tan aparentemente ajeno a nuestro paisaje como las setas japonesas Sitaki y Dameko. Fue el primero de ellos, biólogo, quien buscando con su pareja un medio de vida compatible con la crianza de un bebé, investigó el cultivo de estos hongos y halló una gran similitud entre los bosques húmedos nipones donde se criaban y el monte asturiano. Probó el método tradicional de origen y funcionaba. Más tarde se le unirían los otros dos socios para producir y comercializar las setas en la empresa Fungi Astur. Cuentan con sus propios bosques en Cabranes y en Villaviciosa, también con los que les ceden vecinos de la zona a cambio de mantener saneados sus montes. De ellos obtienen la materia prima para su sistema de cultivo, puramente artesanal, como explica Meléndez: «Usamos troncos de roble o castaño, los preparamos inoculándoles la semilla y tapamos el orificio con cera de abeja. Así se desarrollan durante un año, nutriéndose de la madera. Luego los estimulamos, sumergiéndolos en agua 24 horas y en una semana aparecen las setas». Defienden la sostenibilidad de su método de sacas selectivas usando «materiales naturales que no aportan residuos y la propia materia prima al final del proceso vuelve de nuevo al bosque convertida en viruta», detallan. Su propósito: «Mostrar que otras formas de producir alimentos son posibles en equilibrio con el medio ambiente», aseguran. Idéntica convicción mantienen al apostar por el consumo local, como otra forma de ecología ya que «se evitan los costes energéticos de producción y transporte, los efectos contaminantes o los intermediarios y se fomenta la economía circular de un mundo rural vivo», argumentan. A la vez cooperan con otros proyectos similares establecidos en el concejo cabraniego y en otros vecinos, en donde se ha tejido en los últimos años una pequeña red de proyectos similares al de Fungi Astur. «En lugar de competir apostamos por ayudarnos unos a otros intercambiando capacidades», explica el biólogo. Sus clientes directos, restaurantes como El Real Balneario de Salinas o Casa Gerardo, junto a grupos de consumo y particulares.
Andrés Ibarra dejó Jaén y apostó por los aguacates en Asturias
Llegó a Asturias desde Jaén con su compañera para iniciar una nueva vida en el campo. Su apuesta es el cultivo de aguacates y otros frutos similares, como la chirimoya, que pueden desarrollarse en la región por «su diversidad de microclimas». Quiere que su primera cosecha sirva como «efecto llamada para que otros vengan, que en los pueblos se vive muy bien, pero falta gente». Esa es su principal motivación como emprendedor.

El aguacate de Salas

Atraído por el ambiente generado en la zona gracias al establecimiento en ella de gente joven con similar filosofía alternativa llegó a Valbuena el jienense Andrés Ibarra. Vino a Asturias con su compañera, trabajando en un inventario de especies forestales, y se quedaron porque les pareció un buen lugar para vivir del campo. Lo intentaron en Salas, pero se fueron de allí «porque no queríamos que nuestra hija creciese sin poder jugar con otros niños» y un amigo les habló de «la vidilla» que bullía Cabranes. Su sueño ahora es una plantación de aguacates. Cuenta que en Porrúa hay un ejemplar de 140 años y que los actuales proceden de su comercialización en época actual: «La gente plantaba el hueso y para su sorpresa la planta crecía». Ibarra afirma que la diversidad regional de microclimas «favorece su cultivo», especialmente en espacios como el elegido para su finca «ya que la proximidad del mar funciona como regulador térmico». Lo ha comprobado viendo crecer sus plantas y otros productos que cultiva en fase experimental como la chirimoya o el mango. En tres años espera recoger la primera cosecha de aguacates: «Los árboles se desarrollan bien, tienen incluso dos floraciones, algo que no ocurre en otros sitios, pero deben consolidarse para aguantar la carga de fruta». Conseguir que produzcan es su plan de futuro más cercano y su principal motivación, «que pueda servir de efecto llamada para que otros jóvenes se vengan al campo. Aquí se vive muy sano y hace falta gente en los pueblos», razona.
Paula Cristóbal y Antón Cadierno dejaron la ciudad por la hortofruticultura
Maestra y químico, dejaron sus vidas urbanas para instalarse con otros socios en una finca dedicada a cultivos ecológicos de productos hortofrutíferos cedida por sus anteriores propietarios. Tienen su propia tienda y venden en el mercado de Pola de Siero cada semana. Su proyecto común «valió pa reconcilianos cola nuestra historia y la vida que queremos equí pa la nuesa fía ye parte d'esa reconciliación», aseguran. Cultivan una hectárea al aire libre y 1.200 metros cuadrados divididos en cuatro invernaderos.

La llamada del campo

Jaula Cristóbal, maestra y Antón Cadierno, químico, cultivan productos ecológicos en la finca que comparten con otros dos socios, El Nocéu, en Sariego, donde también los venden en su tienda. Ese trato directo y el mercado de los martes en La Pola forman su principal circuito de comercialización. Son el relevo generacional de un proyecto que iniciaron los antiguos propietarios que tras jubilarse les han cedido la finca. Relatan que haber cambiado sus vidas urbanas para instalarse en el medio rural como agricultores, en su caso: «Foi una manera de reconcilianos cola nuestra propia historia, venimos de families campesines como lo foi Asturies hasta hai bien poco». Y hablan de su hija Dulia: «Que ella viva esta vida forma parte de la nuestra reconciliación cola tierra». En su hectárea de finca en exterior y los 1.200 metros cuadrados de sus cuatro invernaderos cultivan berenjenas, pimientos, coles, arbeyos, tomates y un largo etcétera de productos, para los que apuestan por el uso preferente de semillas autóctonas. Su clientela es fiel y eso, señala Paula: «Ye importante pa organizar los cultivos y recoyer lo que vas vender. Tas pañándolo y pones-y cara al que lo va comer. Hai una relación totalmente directa cola xente». Se quejan de la carencia de ayudas: «Son ridícules» y de un sistema «en el que nun se tenía qu'especular col preciu de la comida y sí apostar por un comerciu más xustu». A pesar de las dificultades, se reafirman en su apuesta por retornar a la aldea: «Creemos que sin el mundu rural nun puede esistir la vida porque equí tán los alimentos. Ye la nuestra filosofía, la que nos presta dexa-y a la nuesa fía», apuntan.
Pablo Álvarez se dedica a los frutos rojos, en su finca de El Malaín
Abandonó Madrid con su familia para instalarse en el campo asturiano y desde hace 25 años cultiva frutos rojos en una finca que abre sus puertas durante la temporada de recogida para su venta directa a clientes. Produce unos 8.000 kilos de arándanos, 1.000 de frambuesas, moras y grosella negra, y 500 de grosella roja. «No queremos vender más, sino vivir mejor», afirma. Repite el credo de sus colegas y anima «a la gente a emular mi experiencia y perder el miedo. El campo siempre provee, y en Asturias, más».

La sencillez de los frutos rojos

Otros productos autóctonos, aunque sin tradición de cultivo por su condición de frutos silvestres, le sirvieron al madrileño Pablo Álvarez para encontrar en San Justo (Villaviciosa) el lugar donde reemprender con su familia una nueva vida y con ella el proyecto de su finca El Malaín que emprendieron hace ya un cuarto de siglo. Él era publicitario y ella, decoradora. Lo dejaron todo para venirse a Asturias e instalarse en el campo: «No teníamos mucha idea y los frutos rojos parecían sencillos, porque no requieren muchos cuidados y apenas tienen enfermedades. Aprovechamos unas ayudas de la Consejería para pequeños frutos y nos lanzamos», cuenta Pablo. Tras las primeras cosechas, se decidieron a llevar sus productos por las tiendas y se sorprendieron «por el gran desconocimiento que había de que fuera fruta asturiana, la mayoría pensaba que venía de fuera. Entonces se nos ocurrió la idea de que vinieran a la finca para conocerla y lo que comenzó como una forma de divulgación acabó siendo nuestra actividad principal», detalla.
De junio a septiembre El Malaín está abierto para que sus clientes vengan a servirse los frutos y el resto de la producción se congela para seguir comercializándola durante todo el año. Siempre de manera directa, «sin intermediarios ni internet», remarca Álvarez, ya que «no queremos vender más, sino vivir mejor. Abandonamos Madrid para comprar tiempo y esta forma de vida lo permite», asegura. Tienen dos hijos de 19 y 24 años, que se criaron en San Justo: «Ellos tienen su propia forma de pensar y el campo no les atrae mucho, pero yo creo que acabarán volviendo aquí. No tengo dudas». Tampoco las alberga a la hora de animar «a que la gente se decida a emular su experiencia y pierdan el miedo a fracasar. El campo siempre provee y más en Asturias», sentencia

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