Entre el ‘Brexit’ y Cataluña
En abril de 2016, Vidal-Folch denigraba con argumentos solidísimos la mala ocurrencia de Cameron de convocar el referéndum sobre la permanencia del Reino Unido en la Unión, que se celebraría el 23 de junio de aquel año. La irritación del periodista catalán, visible en sus palabras, parecía presagiar el desastre que se avecinaba, y que la mayoría creíamos por aquel entonces imposible. “En nombre de la soberanía británica –escribía—, David Cameron apuesta un referéndum a la rebaja de la integración europea: pasatiempo artificial de misérrimo cálculo individual, pues confiaba en carecer de mayoría absoluta y renunciar a convocarlo, por mandato de sus esperables socios liberales. Y ahora se juega su carrera, la ruptura tory y el desgarro del Reino Unido, merced al centrifuguismo escocés y a una deserción de Irlanda del Norte, ya amiga de su Sur europeo”.
“Hay referendos democráticamente correctos —seguía diciendo—: Escocia, Quebec, Suiza. Otros, mediopensionistas: también Suiza. Y luego, estos que siguen designios del soberanismo basura, derruyendo la democracia representativa en pro de otra que se pretende directa. Y que solo es estomacal, populista, confusionaria sobre lo que se vota: ¿al convocante?, ¿sobre el Gobierno?, ¿contra un fantasmal enemigo exterior?, ¿contra el propio Parlamento?”
“El referéndum no es el instrumento más sublime de la democracia. Encandila a las dictaduras. Lo usó el Caudillo en 1966 para barnizar su Ley Orgánica del Estado. Y el Führer, en 1938, para que los austriacos ocupados validasen su anexión al Reich”.
“El soberanismo basura también gusta del referéndum basura”, concluía Vidal-Folch
Años después, Pierre Rosanvallon, en Le siècle du populisme (Seuil, 2020), describe los ángulos muertos de las consultas de democracia directa, de cualquier referéndum. Lo explica Lluis Bassets en una crónica sobre el Brexit que acaba de publicarse: el referéndum “disuelve, primero, la noción de responsabilidad política, tanto respecto a quienes lo convocan y luego se lavan las manos sobre una decisión que no controlan, como sobre la aplicación de la decisión. En segundo lugar, mezcla dos conceptos distintos: la decisión, limitada a los efectos inmediatos, y la voluntad política, estratégica y proyectada en la gestión del tiempo por los Gobiernos. En tercer lugar, margina la deliberación democrática, absorbida por la propaganda. Y finalmente, sacraliza el principio mayoritario hasta el punto de convertir la decisión —una vez, un día— en irreversible”.
La política democrática es, por definición, acomodaticia: cuando existe un malestar, se opta por aplicar terapias lo más incruentas posible, de forma que el cuerpo social salga indemne. Se huye de las amputaciones y en lo posible de la cirugía. Porque en el constante contraste entre mayorías y minorías, no se trata de exterminar a los perdedores sino de integrarlos, de buscar fórmulas de conciliación y de cohabitación, de reducir inteligentemente las disensiones para que la vida diaria se haga soportable.
La fórmula irresponsable del referéndum desembocará prbablemente en una división penosa del Reino Unido: Escocia e irlanda del Norte no abdicarán fácilmente de su legítima europeidad.
El Brexit desembocará en una división penosa del Reino Unido
Por poner un ejemplo adecuado que aclare estas ideas, la incomodidad de una parte notable de los ciudadanos del Reino Unido con relación a Europa debió conducir a variar —a mejorar— la relación, a buscar modelos de encaje más flexibles huyendo en todo caso de plantear el problema como un trágala, de exponer al país a una decisión que, fuera cual fuese, generaría una gran fractura. De hecho, la fórmula irresponsable del referéndum, que sólo podía ser una ocurrencia de un ser tan mediocre como Cameron (que lo convocó para salvarse a sí mismo, no para cumplir algún patriótico designio), desembocará probablemente en una división penosa del Reino Unido: Escocia e Irlanda del Norte no abdicarán fácilmente de su legítima europeidad, que llegaron a ver colmada gracias al proceso político normal de las sucesivas generaciones, y el cambio arbitrario del statu quo londinense les proporciona argumentos para rechazar este nuevo aislamiento al que han sido empujados sin razón.
El referéndum del ‘Brexit’ fue sobre todo una gran iniquidad —algunos pensamos que también una gran estupidez— porque la ciudadanía no sabía realmente lo que estaba en juego. Ni se describieron con claridad los dos términos del dilema ni había un plan para después: sencillamente se redujo el asunto a una cuestión sentimental, emocional, y se recurrió a las técnicas absurdas de la propaganda política, del marketing comercial, para dirimir una cuestión de fondo que ni siquiera fue enunciada.
Una gran parte de la intelectualidad europea piensa, como el Tribunal Supremo de Canadá en su famoso dictamen sobre Québec que dio lugar a la ulterior ‘Ley de claridad’, que una decisión tan dura, cruenta e irreversible (el remain hubiera permitido acomodaciones; el leave, no) hubiera requerido en todo caso una mayoría notablemente cualificada para legitimarse.
Tal es la opinión, por ejemplo, de Kenneth Rogoff —norteamericano, catedrático en Harvard— o de los miembros de la agencia intelectual francesa Telos (el politólogo Gérard Grünberg, el historiador Elie Cohen y el filósofo Bernard Manin) citados por Lluís Uría en un artículo: cuando “se trata de cuestiones decisivas para el futuro del país, debería introducirse el principio de mayorías cualificadas, de dos tercios o tres quintas partes, de forma que la elección aparezca lo más legítima e incontestable posible”.
Estos tres autores consideran el referéndum un “instrumento defectuoso” por varias razones: porque frente a problemas enormemente complejos, propone dos alternativas simples y “maniqueas” que deben resolverse por “enfrentamiento”; porque a diferencia de los debates en los parlamentos, la deliberación pública no sirve para modificar la propuesta original; porque del mismo modo, a diferencia de las elecciones convencionales, el resultado es en este caso difícilmente reversible, no se puede cambiar como de mayoría, cada cuatro años, ni corregir el tiro (los derrotados, por consiguiente, encajan mucho peor la derrota); y porque los votantes muy a menudo no responden a la pregunta formulada, sino que votan por otros motivos.
La sombra catalana
Es evidente que la sombra de Cataluña asoma bajo tales consideraciones. Quienes, empezando Artur Mas —el gran motor del desaguisado, empujado en aquellos momentos por un Pujol airado, frustrado y desacreditado— lanzaron la consigna de la independencia y la reivindicación del consiguiente referéndum, debían haber previsto que estaban lanzando a su país a un despeñadero del que nadie saldría realmente indemne. Los dilemas radicales producen enconamientos insuperables. Y hoy la sociedad catalana está dividida, fracturada, rota, y por lo tanto decaída, irritada, enferma. La sinrazón ha sido de tal magnitud que las infracciones han obligado a la actuación de la justicia penal, que siempre deja personas golpeadas y territorios devastados a su paso. Y se han abierto heridas que dejarán profundas cicatrices. Aunque todo puede todavía empeorar, obviamente, si ese intento de reconducir el conflicto hacia el diálogo no sale airoso.
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