Por qué en España la democracia es más costosa
sin duda la más triste es la de España
porque termina mal. Como si el hombre,
harto ya de luchar con sus demonios,
decidiese encargarles el gobierno
y la administración de su pobreza.
Jaime Gil de Biedma
La democracia ha sido en España como una planta exótica, muy difícil de aclimatar a nuestras latitudes. De hecho, existe una leyenda negra, explotada por el franquismo, según la cual los españoles somos indómitos y violentos, y por supuesto incapaces de autogobernarnos; de ahí la necesidad de una tutela inflexible que nos conduzca por el buen camino. Parece mentira, pero este perverso axioma ha estado constantemente presente en la literatura del régimen y ha sido el gran argumento de la represión.
La sociología política contemporánea ha analizado la relación entre los regímenes pluralistas y sus precedentes históricos, y estas líneas versan sobre un ensayo de estas características.
Daron Acemoglu es catedrático de Economía en el Instituto Tecnológico de Massachusetts y James A. Robinson es politólogo, economista y catedrático en la Universidad de Chicago. Ambos, considerados máximos expertos mundiales en desarrollo, ya publicaron en 2012 Por qué fracasan los países, que fue comparado por algunos analistas de prestigio —por el Nobel de Economía George Akerlof, por ejemplo— con La riqueza de las naciones de Adam Smith. En aquel libro —escribió por ejemplo Fukuyama, el teórico del fin de la historia, después muy matizada— “Acemoglu y Robinson revelan que ni la situación geográfica, ni las enfermedades, ni la cultura explican por qué algunos países son ricos y otros pobres. La riqueza o la pobreza depende de las instituciones y la política. Esta obra aporta una visión esclarecedora tanto para los especialistas como para el público en general”.
Pues bien: ambos autores publicaron a finales del año pasado The Narrow Corridor —El Pasillo estrecho, en español, que acaba de aparecer—, que prosigue con el estudio de las interrelaciones entre las instituciones y el desarrollo económico y el progreso de los pueblos. Sintéticamente, el ensayo sostiene que, para que el desarrollo tenga lugar, es necesario un Estado fuerte que ostente el monopolio de la violencia, preste los servicios públicos necesarios y haga cumplir las leyes; sin embargo, como contrapunto de este Estado, hace falta una sociedad también fuerte y bien organizada, que defienda la autonomía de las personas, y vigile y encadene al Estado.
Tipos de Leviatán: Despótico, Ausente y Encadenado
Cuando en esta dicotomía domina el Estado, se produce lo que los autores denominan el “Leviatán despótico”, en que una minoría toma el control e instala una estructura autoritaria de poder en el que se empoderan las ‘elites extractivas’ (un concepto tomado de su obra anterior, exprimido después con tino por Santiago Muñoz Machado en su ‘Informe sobre España’). En el otro extremo, cuando el Estado es débil y la sociedad le impide que cumpla sus funciones, aprisionándolo en la ‘jaula de las normas’ y reduciéndolo a su mínima expresión, estaríamos en presencia del “Leviatán Ausente”, en que las instituciones no tienen fuerza suficiente para garantizar la libertad y la seguridad de los ciudadanos. Y entre ambas opciones se sitúa el “Leviatán Encadenado”, en que los poderes relativamente fuertes son condicionados y limitados por la sociedad civil mediante instituciones más inclusivas. Lo ideal es que conseguir el equilibrio de este “Leviatán Encadenado”, que es una realidad dinámica en que el poder del Estado tiende a crecer, y ha de ser contrarrestado por una sociedad activa y vigilante, capaz de impedir los abusos, la megalomanía de lo público.En un sistema de coordenadas en que las abscisas (eje horizontal) son el poder de la sociedad y el de ordenadas (eje vertical) el poder del Estado, el “Leviatán Encadenado” formaría un estrecho pasillo en torno a la bisectriz del ángulo, equidistante de ambos ejes. De ahí el título del libro.
El ensayo, que arranca con esta teoría, efectúa después un exhaustivo recorrido histórico por los dos milenios últimos, y concluye en que en todas las civilizaciones y culturas ha existido una evolución continua de ciclos de despotismo y de apertura. En ese recorrido, los autores se detienen en Europa, donde buen número de países transita por este corredor estrecho. La razón de este éxito innegable sería histórica: en el desarrollo europeo han pugnado dos tendencias; por un lado, el Imperio Romano fundacional habría dado lugar a un Estado centralizado muy normativizado empeñado en impulsar una poderosa actividad económica; el contrapunto lo habrían puesto los bárbaros, con una estructura de toma de decisiones comunitaria, que habría refrenado la rigidez estatal (de un estado en descomposición, por otra parte). Y en definitiva, los países que han sido capaces de mantener la institucionalización consagrada por el Derecho Romano a la vez que sus sociedades han sido capaces de limitar el poder estatal habrían sido los paradigmas centroeuropeos y nórdicos del Estado moderno en los últimos dos siglos.
El caos español es muy complejo, y aunque también nosotros experimentamos una intensa romanización, las vicisitudes posteriores fueron singulares y muy complejas. Quizá sea apropiado traer los análisis más conspicuos sobre el particular que sentaron cátedra en el exilio español del siglo pasado. Claudio Sánchez Albornoz (España, un enigma histórico, Buenos Aires, 1957), una autoridad solidísima de la historia de las instituciones, optó por buscar la identidad española en la herencia romana y visigoda, apoyado en investigaciones sobre el reino de Asturias y el proceso posterior del viaje al sur en lucha contra el invasor islámico. Por otro lado, Américo Castro (La realidad histórica de España, México, 1954; Origen, ser y existir de los españoles, 1959), más cercano al campo de la literatura y la historia de la cultura, proponía el surgimiento de la identidad española como una mezcla de influencias de ´judíos, moros y cristianos’.
La cuestión no es banal porque, como sugieren Acemoglu y Robinson, del proceso posterior a la romanización dependería el ingrediente cívico, social, individualista, que, superpuesto al estatalismo romanizado, daría lugar a las formas modernas de la democracia en España. Unas formas exiguas que apenas asomaron en breves periodos intermitentes en los siglos XIX y XX.
El Estado moderno ha tardado más en imponerse en España
En definitiva, los ensayistas norteamericanos piensan que el Estado moderno habría tardado más en imponerse en España, en su doble faz de Estado democrático y sociedad liberal, porque aquí los visigodos —los bárbaros— sólo fueron dominantes dos siglos (del VI al VIII), siendo en seguida reemplazados por la sociedad islámica que penetró por el Sur, y que resultó definitoria de la identidad ibérica en los ocho siglos ulteriores, durante los que arrinconó primero a las monarquías visigóticas peninsulares y retrocedió después ante ellas hasta que finalizó la ‘reconquista’ en 1492.Alguno pensará que esta lucubración historicista de Acemoglu y Robinson no es más que un juego intelectual. Puede que sí. En todo caso, su reflexión sirve para que, en nuestra introspección, comprendamos que el equilibrio que nos impulsa creativamente hacia el futuro se encuentra precisamente en ese ‘pasillo estrecho’ que describe el equilibrio entre seguridad y libertad, entre institucionalización y autonomía, entre Estado y sociedad.
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