sábado, 21 de agosto de 2021

Alernativas democráticas...interesante sabatína de A.Papell.

Crisis democrática y “democracia abierta” Antonio PapellPor ANTONIO PAPELL 14 horas 0 Elección democracia La democracia parlamentaria occidental, la que disfrutamos en España y en los países de nuestro entorno, basada en la separación de poderes y en el sufragio universal, directo y secreto, es indiscutiblemente, como aseguró Churchill con su inconfundible ironía, “el peor de todos los sistemas políticos a excepción de todos los demás”. Ello no obstante, ciertos fracasos inadmisibles, que no derruyen nuestros sistemas pero que los deterioran y degradan, generan especulaciones sobre transformaciones y reformas que habrían de mejorar lo actual. De momento, la crítica a la democracia parlamentaria o semidirecta —aquella en que los ciudadanos eligen a sus representantes para depositar en ellos la soberanía y delegarles la acción pública— proviene generalmente de los partidarios de la democracia directa, asamblearia, en que han de ser todos los miembros de la colectividad los que gestionen la soberanía, por ejemplo mediante las simbólicas votaciones a mano alzada (el ejemplo del populista Podemos está muy a mano). La democracia asamblearia es engorrosa, manipulable, insegura, pero tiene elementos muy aprovechables como la institución del referéndum. No para usarlo indiscriminadamente —la mayoría de las cuestiones que se debaten en un parlamento no pueden compendiarse en un binomio ni resumirse por tanto en una confrontación entre el sí y el no— sino para convertirlo en elemento de gobernanza, como hacen los suizos para resolver conflictos controvertidos que además no suelen tener una significación ideológica muy marcada. El cuatrienio de Trump, un auténtico alarde de heterodoxias que chocaba de plano con las cláusulas más estables de la democracia de Montesquieu, auspició el surgimiento de un verdadero alud de ensayos críticos sobre el demoliberalismo, y de propuestas acerca de las reformas que deberíamos imprimir a nuestros sistemas para librarnos del populismo y evitar nuevas reminiscencias autoritarias o anarquizantes. En esta explosión bibliográfica, la crítica política ha entrado en diversos parajes interesantes: al borde de la utopía, se proponen métodos de gobernanza que orillan el parlamentarismo, esto es, los sistemas de partidos y su confrontación electoral, que, a juicio de los críticos, tan solo da entrada y cabida a las elites en la ceremonia pública y nos conduce a situaciones inquietantes. La toma del congreso USA a instancias de Trump el pasado el día de Reyes, una expansión vandálica que no ha generado las responsabilidades que cabía imaginar, muestra la fragilidad de la democracia cuando los derrotados en unas elecciones no aceptan el resultado de las urnas. Y en España, aunque a menor nivel, el bloqueo de la elección de las instituciones constitucionales porque la minoría no acepta arbitrariamente la legitimidad de la mayoría, nos conduce a una situación en cierto modo análoga. En nuestro caso, la actualidad se inscribe en un proceso de cambio todavía no totalmente digerido ni culminado: hemos pasado del bipartidismo imperfecto a un modelo pluripartidista aún no consumado que incluye opciones radicales sin precedentes. Y lo inquietante es que estas transformaciones, que acusan el envejecimiento de algunos aspectos vitales de nuestra Constitución, alejan los consensos que parecerían necesarios para actualizar el régimen político mediante mayorías cualificadas. Hélène Landemore, profesora de teoría política en la Universidad de Yale, ha publicado no hace mucho Open Democracy. Reinventing Popular Rule for Twenty-First Century (Princeton University Press, 2020), un ensayo en que propone un nuevo modelo de lo que llama “democracia abierta”, un esquema que relativiza dos instituciones democrático-liberales que generalmente se dan por sentadas: las elecciones y los partidos políticos. Landemore, citada por Jan-Werner Mueller en un resonante artículo sobre la crisis de la democracia, cree que es incorrecto asumir que la forma de “democracia representativa” construida en el siglo XVIII es la única capaz de realizar el “poder del pueblo” en el mundo moderno. En su opinión, ese modelo no hace más que convencer a los ciudadanos de que les conviene acceder a las decisiones de las élites. Su propuesta complementaría, o incluso reemplazaría, a los parlamentos electos mediante “miniasambleas abiertas”, seleccionadas al azar, por sorteo, como los jurados populares; se crearían en fin unas cámaras espontáneas que en la jerga de los politólogos se denominan también “cámaras de clasificación” o “lottocracias”, que podrían contar con entre 150 y 1.000 ciudadanos y permitirían a las personas seleccionadas ejercer el poder directamente. Tales plataformas estarían conectadas con la sociedad en general a través de “plataformas de crowdsourcing” y “foros deliberativos” adicionales. Landemore cree que las carencias y los déficit que aquejan a las democracias hoy en día son una característica estructural del sistema, no un error ocasional que pueda remediarse con buena voluntad Landemore no es una visionaria y es por tanto consciente de que su modelo es todavía una utopía improbable, pero tiene razón cuando sugiere que tales instituciones fiadas al azar podrían ser útiles complementos de la democracia parlamentaria. Por ejemplo, cuando hay conflictos de interés que afectan a los parlamentarios (cuando se debaten sus salarios, por ejemplo), o cuando el parlamento tiene que designar a cargos institucionales teóricamente neutrales. ¿Qué mejor que formar una miniasamblea compuesta por algunos cientos de ciudadanos elegidos al azar para que, previamente informados, designen al Consejo General del Poder Judicial entre una serie de candidatos que serán sometidos a un meticuloso escrutinio? Landemore cree que las carencias y los déficit que aquejan a las democracias hoy en día son una característica estructural del sistema, no un error ocasional que pueda remediarse con buena voluntad. El problema real no es la globalización, las guerras culturales impulsadas por los medios o cualquier otra explicación que ofrezca la sabiduría convencional actual: es que hay una falla de diseño en cualquier sistema de democracia electoral basado en la competencia partidista. Tales aparejos institucionales son intencionalmente elitistas; están destinados a mantener a la gente común fuera de la ceremonia, incluso literalmente (Landemore señala que se supone que los edificios del parlamento deben parecer intimidantes). La propuesta no es de comprensión ni mucho menos de aplicación inmediata, obviamente, pero sirve, cuando menos, para demostrar que la democracia parlamentaria no es imposible de reformar/mejorar. Y algún día deberemos abandonar la sacralización de las viejas constituciones para incluir más racionalidad y unas dosis saludables de azar en las cartas políticas de las grandes democracias.

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