sábado, 24 de abril de 2021

Y la de A.Papell...

Contra los ultras: Madrid es la piedra de toque en unas elecciones complejas Antonio PapellPor ANTONIO PAPELL 14 horas 0 Monasterio en la cadena Ser Las elecciones madrileñas del próximo día 4 han trascendido de sí mismas para adquirir otras significaciones, todas ellas más trascendentes de lo que se dirime en realidad, que es la composición de las instituciones de la comunidad capitalina. De un lado, por la manera de plantearse esta consulta anticipada, está en juego la hegemonía estatal ya que derechas e izquierdas han reabierto la vieja disputa, y en momentos recalentados por la pandemia: no peligra el sillón de Sánchez de momento pero sí está aún sin sedimentar la organización de la derecha, que podría verse afectada por una victoria clamorosa de Díaz Ayuso, frente a un Casado sin prestigio que ha marchado de derrota en derrota. De otro lado, en Madrid se deciden de algún modo el papel y el valor de la extrema derecha. Si se confirma la ausencia de Ciudadanos de la futura cámara regional por no alcanzar el 5% de los sufragios —merecido castigo a sinrazones anteriores—, hay aparentemente (la realidad sólo se conocerá tras escrutar el voto, obviamente) dos mayorías posibles: la formada por las tres organizaciones de izquierdas, PSOE, MM y UP, y la constituida por la suma del PP y Vox. Madrid: unas elecciones complejas Odio al diferente El tono irrespetuoso Recomponer el Poder Judicial Madrid: unas elecciones complejas Si se confirma esta segunda, Casado se verá en un serio compromiso (Díaz Ayuso ya ha dado a entender que no siente el mejor reparo en gobernar con los ultras): la alianza de su partido con la extrema derecha, o incluso el pacto de gobierno sin entrada de Vox en el Ejecutivo, no sería entendido en Europa, donde el cordón sanitario funciona, tanto en Francia como en Alemania. Por lo demás, la crispación que ha producido la irrupción maleducada, despectiva, abrupta, arrogante, chulesca de las gentes de Abascal ha vuelto el clima irrespirable en todos los ámbitos políticos y electorales, y su presencia constante en la comunidad de Madrid elevaría la tensión al límite de lo irrespirable. Esta última evidencia debería ser el gran acicate de los antifascistas —es decir, de los demócratas— para ir a votar este peligroso 4 de mayo, en que nos jugamos la resurrección o no de los putrefactos hedores del franquismo. La tesis, circulada interesadamente por sectores del PP, de que Vox no es más que una rama descarriada de su propia organización, por lo que si fuera reabsorbida volvería también a la moderación, no es verosímil. Las cosas que la señora Monasterio ha dicho estos días pasados no se olvidan fácilmente, ni es posible perder de vista el estilo convivencial que estos personajes siniestros pretenden imprimir a la vida pública de este país. Debe pensar Casado, en fin, que resultaría inconcebible para los franceses o alemanes que Macron pactara con los herederos de Le Pen o que la señora Merkel llegara a gobernar con AfD, reedición blanda del ominoso nazismo. La crisis sería de una envergadura desconocida en una Europa que ha aprendido todo lo que sabe de la Segunda Guerra Mundial. Algo que aquí no parece que hayamos terminado de hacer todavía. Odio al diferente Los MENAS son, como todo el mundo sabe o debería saber, menores extranjeros no acompañados que tiene su residencia en nuestro país por haber ingresado irregularmente en él y que, por los convenios internacionales de carácter humanitario suscritos por España, no pueden ser rechazados en frontera ni devueltos a sus países de origen si ellos no lo reclaman expresamente. Una vez en suelo español, quedan al amparo del llamado Protocolo Marco de Intervención con Menores Extranjeros no Acompañados. Dicho protocolo, cuyo contenido está basado en normas como la Ley de Extranjería, la Ley de Infancia y el Código Civil, les protege teóricamente y trata de integrarlos en la sociedad española. En la práctica, no todas las comunidades autónomas se comportan de la misma manera con este colectivo altamente vulnerable, que de hecho prospera, cuando prospera, gracias a las ONGs especializadas. Hay improvisados Centros de Internamiento públicos, precarios lugares de acogida que resuelven los primeros pasos del menor en España, pero lo deseable es que sean pronto alojados en residencias multidisciplinares ad hoc, a cargo de personal humanitario experto, o en acogida social bien subvencionada. En otras palabras, nuestra legislación ordinaria en materia de inmigración, como la de la mayoría de los países de nuestro entorno, no se aplica a los menores de edad, por comprensible razones éticas: son niños/adolescentes que han corrido serios peligros en el viaje desde su país de origen, y parece razonable no obligarles a realizar el camino a la inversa; por lo demás, hay razones morales que impulsan a ofrecer a este colectivo emprendedor y valiente las oportunidades que no tuvo en su lugar de nacimiento: lo lógico es darle las herramientas para que estos muchachos se conviertan en ciudadanos españoles, que después contribuirán como todos al sostenimiento de lo público. Pues bien: ese partido que ha nacido como excrecencia reaccionaria del PP, Vox, ha hecho lema de campaña la expulsión de los MENAS, que estarían absorbiendo el dinero de todos, mientras —aseguran— el Estado sigue siendo incapaz de ofrecer pensiones dignas a los nacionales. El cartel de la polémica es indignante: junto a un MENA embozado y con aspecto desharrapado y peligroso, y a una venerable anciana en actitud contemplativa, un texto dice: UN MENA 4.700 EUROS AL MES. TU ABUELA 426 EUROS DE PENSION/MES. Un fiscal ha solicitado la suspensión cautelarísima del cartel y un juez se la ha negado en un gesto de incomprensible lenidad con los ultras. A veces parece que la justicia no se ha adaptado del todo a la realidad de este país, y habrá que ver qué hacer para conseguir esa debida sincronía. El caso no es ni siquiera económicamente significativo porque, como aclaró la propia presidenta de la CAM en el pasado debate, tan solo hay 269 MENAS en la CAM (en 2018, de los 63.500 inmigrantes irregulares que recibió España, solo unos 6.000 eran MENAS). Pero, además, es de una execrable vileza el utilizar argumentos de este tipo para mantener la marginalidad de un colectivo tan duramente golpeado por la vida. Es repulsivo que un partido político, en lugar de ofrecer proyectos en positivo a la ciudadanía, base su campaña en la expulsión de grupos vulnerables, en la omisión de socorro a personas que lo precisan porque no tuvieron suerte en la vida. La campaña de VOX contra los MENAS está evidentemente encaminada a movilizar a la gente contra esos menores, a sembrar ideologías excluyentes e inmorales del tipo de “España primero” –el “America first’ de Trump-, a hacer prevalecer ideas supremacistas que generen xenofobia y racismo, que eviten a la “gente de orden” tener que codearse con “el diferente”, término que incluye al negro, al homosexual, al transgénero o al inválido. Cuando por razones coyunturales se producen avalanchas de inmigrantes –este año en Canarias, por ejemplo— no es difícil movilizar a las muchedumbres contra los recién llegados; homo homini lupus, según Hobbes. Por ello, para evitar disturbios injustificables, para que no se pueda seguir produciendo esta pedagogía macabra del racismo, es necesario activar las leyes para contener las incitaciones al odio que están detrás de estas actitudes. Esta es la razón por la que la mayoría de los demócratas, aquí y en Europa, creemos que los partidos de extrema derecha, que buscan la fibra odiosa de la sociedad para excitarla, han de ser rigurosamente aislados tras un cordón sanitario que nos salve de la contaminación. Con la colaboración activa de los jueces, naturalmente. El tono irrespetuoso La democracia es exigente con las formas. La formalidad institucional, el procedimiento, da consistencia al estado de derecho, al conjunto de las leyes en vigor, indica el respeto que nos profesamos quienes somos por definición diferentes pero arriesgaríamos la vida por defender el derecho ajeno con el mismo énfasis que el propio. Dicho esto, se entenderá repugnancia con que se asiste al grito desafinado de la extrema derecha, consumida en el insulto como método, en el dicterio como norma, en la descalificación abrupta y sucia como dialéctica que busca amedrentar al adversario, como hacían las hordas bárbaras o, sin ir tan lejos, los sayones franquistas que campaban por sus respetos en la Dirección General de Seguridad, en el siniestro edificio en que algún iluminado decidió instalar la sede del gobierno autonómico de Madrid. La voz tonante de los líderes de VOX amedrenta, como amedrentaba en la mili la orden grosera del sargento chusquero que, acomplejado y ebrio, trataba de hacer la vida imposible a los reclutas inexpertos. Han sido más de cuarenta años de democracia impecable, en que no hemos tenido que escuchar en el parlamento ni en ninguna de las demás instituciones el lenguaje soez, el grito brutal, de los herederos de la dictadura. De aquella dictadura que, terminada la guerra y sobrevenida en teoría la paz, fusiló en represalia a 50.000 disidentes que habían cometido el delito de no sumarse a tiempo a la rebelión militar. Estos cínicos con vocación de verdugos han pretendido, pretenden aún, establecer una simetría con la extrema izquierda pero pierden el tiempo. Vox y UP no son el haz y el envés de la misma hoja. Aquí, eso que llaman la ‘extrema izquierda’ o, más despectivamente, ‘los comunistas’, ha contribuido lealmente a construir el régimen que habitamos. Con un desprendimiento que no tuvieron otros, Santiago Carrillo practicó con nadie la reconciliación, participó en la construcción de la Constitucion, afianzó el sistema, pese a la repugnancia que sentía por alguno de sus elementos. Y sus sucesores han servido lealmente al pluralismo. Con altura de miras e incluso, a veces, con franco refinamiento. Se podrá estar o no de acuerdo con “los comunistas”, pero miente quien afirme que alguna vez han hecho peligrar la convivencia establecida. El terror está, en fin, al otro lado. En la insensibilidad de no condenar explícitamente una amenaza de muerte como la que ha circulado estos días contra Marlaska, Iglesias y la directora de la Guardia Civil. En el miedo de los inmigrantes que deben luchar por su vida día tras día sin saber dónde estarán mañana. En el pavor de los menas, que, a la desesperada, han salido corriendo de la miseria y el hambre de sus países en busca de un punto de luz que les ilumine y de una buena persona que los cobije e integre. En quienes, por edad, todavía recordamos aquella arbitrariedad abyecta de un franquismo irreductible, que torturaba a los universitarios en la Puerta del Sol y fusilaba a los enemigos en las tapias de los cementerios. Quien no haya oído los últimos disparos de aquel inicuo fusilamiento de 1975, con el invicto agonizante, no podrá calibrar del todo lo que fue aquella indecente dictadura que entraba bajo palio en las catedrales y que fue servilmente adulada por los padres de quienes hoy sienten nostalgia de aquel horror. Recomponer el Poder Judicial La entrevista que mantuvo el pasado lunes el ministro de Justicia, Juan Carlos Campo, con la vicepresidenta de la Comisión Europea, Vera Jourova, aclara la posición comunitaria sobre la crisis judicial española, debida a que las turbulencias políticas en los últimos tiempos han frustrado la renovación del Consejo General del Poder Judicial, cuyo mandato caducó en diciembre de 2018. La composición actual del CGPJ beneficia claramente al PP, que disponía de mayoría absoluta cuando tuvo lugar la última renovación, por lo que el organismo no refleja el equilibrio político actual. Y el PP, con desfachatez, se ha negado hasta ahora a negociar una renovación que requiere mayoría cualificada, con el peregrino argumento de que Unidas Podemos —los comunistas— está en el gobierno. Como si tal presencia fuera ilegítima o hubiese deteriorado la democracia hasta extinguirla. En síntesis, Bruselas no objeta la ley recién aprobada que limita la capacidad de efectuar nombramientos al Consejo General del Poder Judicial, y se congratula de que el gobierno haya retirado la propuesta de reducir la mayoría cualificada que necesita el parlamento para efectuar designaciones, dejándola en simple mayoría absoluta (el Ejecutivo había congelado este proyecto de ley poco después de publicarlo, teniendo en cuenta seguramente la mala acogida que tuvo en medios políticos y jurídicos progresistas incluso). Además, la Comisión dice preferir que se reforme el sistema de provisión del Consejo para que la mitad de sus miembros sean designados realmente por la carrera judicial, como —asegura— es lo usual en la Unión Europea. Ciertamente, la redacción del artículo 122.3 C.E. que establece la composición y la elección del Consejo es ambigua: “estará integrado por el Presidente del Tribunal Supremo, que lo presidirá, y por veinte miembros nombrados por el Rey por un periodo de cinco años. De estos, doce entre Jueces y Magistrados de todas las categorías judiciales en los términos que establezca la ley orgánica; cuatro a propuesta del Congreso de los Diputados y cuatro a propuesta del Senado, elegidos en ambos casos por mayoría de tres quintos…”. La primera vez que se formó el CGPJ, los jueces y magistrados eligieron directamente a sus 12 consejeros. Pero en 1985, el gobierno de Felipe González reformó la ley orgánica del Poder Judicial para encomendar también al Parlamento la designación de los doce consejeros de origen judicial. Y el Tribunal Constitucional convalidó la fórmula, siempre que los partidos no se repartieran los puestos del consejo según su representatividad parlamentaria… que es precisamente lo que se ha hecho hasta ahora: el sistema de cupos adoptado no ha sido más que un reparto de asientos en el Consejo para que la matemática parlamentaria se trasladara al foro judicial. En cualquier caso, la Comisión urge a los partidos españoles a que constituyan cuanto antes el nuevo Consejo por el método vigente antes de proceder a la reforma, que podría requerir mucho tiempo. De donde se desprende que el compromiso de realizarla ha de bastar para que PP y PSOE se pongan manos a la obra a reparar este descosido constitucional que dura ya bastante más de dos años. Sus señorías están sin embargo entretenidos hoy en asuntos electorales, y no hay tiempo de ocuparse de lo importante, que es la reconstitución del poder judicial. Pasada la consulta de Madrid, deberán sentarse para elegir el nuevo Consejo y planear los cambios que procedan. Porque la realidad es que el estamento judicial es muy conservador —lo prueban las cuatro asociaciones judiciales, de las que solo una, y no la mayoritaria, es progresista— y quizá haya que buscar la neutralidad de otra manera. A lo mejor formando una bolsa de candidatos presentados por las asociaciones y que cumplan los requisitos exigibles, para fiar después al azar la elección de los doce consejeros. Como ya se ha escrito no hace mucho, el catedrático Emilio Albi investigó sobre el particular, y ofreció fórmulas que podrían ser de sumo interés si lo que de verdad se quiere es afirmar la independencia judicial. Si lo que se busca es en cambio la marrullería y el control del poder judicial por el ejecutivo, seguro que los maliciosos encontrarán maneras de que la política controle a la justicia. Las hay a raudales.

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