sábado, 18 de julio de 2020

El semanal de A.Papell....

La monarquía de todos. La derecha dislocada

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El rey Felipe VI monarquía
Dos de los pilares políticos e intelectuales de la historia del último medio siglo español, el rey Juan Carlos, en el trono entre 1975 y 2014, y el presidente de Cataluña durante casi 23 años, Jordi Pujol, se han derrumbado estrepitosamente al llegar ambos a su provecta edad, arruinando definitivamente sendas biografías que hubieran figurado  con toda justicia en el frontispicio de su periodo histórico de no haberse torcido gravísimamente en el último momento.
En concreto, las vicisitudes económicas del rey emérito, inscritas en un estilo de vida poco apropiado para un servidor del Estado de su rango, conocidas finalmente por filtraciones de unas incomprensibles cloacas del Estado, son de una gravedad extraordinaria porque conmueven los cimientos del edificio constitucional. Por ello, no es extraño que Pedro Sánchez, preguntado la pasada semana sobre las noticias que llegan del entorno regio del anterior jefe del Estado, manifestase estar “perturbado” por las “informaciones inquietantes” que se habían propalado. Poco después, el líder de la oposición, Pablo Casado, aseguraba que “lo inquietante y perturbador no es la monarquía, sino este Gobierno radical”. El presidente de VOX, por su parte, aseguró en uno de los mejores chascarrillos de la época que “Pedro Sánchez quiere la Jefatura del Estado después de derribar la Monarquía parlamentaria y de violar el orden constitucional”.
No es difícil de entender que los excesos, a los que difícilmente se les puede ya enjaretar el calificativo de presuntos, de don Juan Carlos, han puesto en serio riesgo la Monarquía, una institución cuyo mayor mérito consiste en haber traído pacíficamente la democracia a la muerte de Franco con ayuda de un grupo de políticos de notable valía y de una sociedad civil muy predispuesta a semejante tránsito, venciendo la resistencia de la minoría que aun pretendió prorrogar la autocracia tras la muerte del infame dictador. Y ante esta evidencia que sólo puede ser negada por los obstinados, los miembros del establishment pueden adoptar distintas actitudes.
Los constitucionalistas monárquicos o al menos partidarios de la continuidad de la forma de Estado procurarán, si son inteligentes, preservar la neutralidad y la independencia del Rey, que son los atributos que justifican su carácter no electivo, y desvincular absolutamente los excesos del progenitor, ya jubilado, de la integridad del heredero. Aunque quizá pudo hacer más, don Felipe ha salido puntualmente al paso de las sucesivas informaciones que se han ido publicando, ha firmado ante notario la renuncia a la herencia que pueda corresponderle, ha privado a su padre de cualquier retribución con cargo al Presupuesto de la Casa Real y, según se anuncia, está preparando más medidas para desligar definitivamente al emérito de la institución que encarnó. También don Felipe, en sus seis años de reinado, ha ubicado a la Corona en un marco de creciente transparencia, que todavía es escasa en la vertiente patrimonial, por lo que procede una total y definitiva normalización, como ya han hecho las casas reinantes europeas.
Si el Rey llegara a convertirse, como parecen pretender Casado y Abascal, en parte del patrimonio ideológico de la derecha, no es osado afirmar que la monarquía tendría los días contados

La monarquía y la derecha

Por el contrario, si el Rey llegara a convertirse, como parecen pretender Casado y Abascal, en parte del patrimonio ideológico de la derecha, no es osado afirmar que la monarquía tendría los días contados. Es muy evidente que la institución monárquica ha de apoyarse en un consenso central lo más amplio posible, que debe limitarse a lo simbólico y lo arbitral, y que puede extender sus alas con gran amplitud precisamente porque no contiene elementos ideológicos. Si la monarquía llegase a identificarse con los valores conservadores o progresistas, bien por voluntad propia, bien por exceso de celo de sus partidarios, entraría en el tablero de juego de las opciones electorales.
Naturalmente, el propio Rey tiene también que reivindicar, con discreción pero con firmeza, esa rabiosa independencia, negándose a ser manipulado o a alinearse con construcciones culturales de parte. No tiene sentido, por ejemplo, que el Rey presida un funeral católico dedicado a las víctimas de la Covid-19 cuando iba a haber de inmediato un funeral de Estado laico que podrá ser global porque incluirá tácitamente a todas las víctimas, fueran o no creyentes, fueran o no católicas.
En definitiva, la Corona perdurará si consigue reparar las heridas de la corrupción anterior y si logra ser una verdadera monarquía republicana (atinada sugerencia de Felipe González), en la que el titular no es elegido directamente pero entraña el espíritu complejo de toda la colectividad, incluidos sus territorios fronterizos. Y aprovechando su posición para inspirar vectores de progreso en lo intelectual, en lo social y en lo cultural.
Don Felipe es un buen profesional, espléndidamente preparado y brillantemente asesorado por su esposa, que proviene del mundo de las humanidades. Pero con ese bagaje no basta para que desaparezcan espontáneamente los lastres arrojados por don Juan Carlos a la sentina de La Zarzuela. Quienes apoyan a la Corona y quienes creemos que nada justifica un cambio de régimen mientras el timón esté en manos expertas como es el caso tenemos la obligación de enfatizar los ingredientes referenciales de la monarquía y de salvarla del abrazo del oso que le dan los requiebros apasionados de la derecha cortesana y trasnochada.

La derecha dislocada

Tras la larga etapa de Felipe González en el gobierno (1982-1996), la derecha de Aznar gobernó dos legislaturas (1996-2004), hasta que tomó relevo Rodríguez Zapatero. Durante aquel cuarto de siglo, la alternancia se produjo con naturalidad, demostrando efectos acumulativos y sin vaivenes aparatosos. Pero pronto los escándalos de corrupción y la crisis de 2008-2014 perturbaron el sistema político español, que había afianzado su organización sobre la base de un bipartidismo imperfecto notoriamente funcional. Pero en cuanto quedó patente que el modelo se deterioraba y que no se acertaba en el enfrentamiento de la gran crisis global, el sistema de representación entró en caos, que primero se plasmó en la emergencia de dos nuevos partidos estatales transversales —Ciudadanos, a la manera clásica, y Podemos, conforme al populismo de nuevo cuño— y más tarde produjo la eclosión de Vox, que, aunque fundado en 2013, pasó de ser una formación testimonial a un partido de peso que ya obtuvo 24 escaños (10,26%) en las elecciones de abril de 2019 y 52 escaños (15,09%) en las repetidas de noviembre de 2019, en las que Ciudadanos sufrió un bajón histórico, pasando de 57 diputados a 10. Vox se definía a sí mismo como amigo de las formaciones de extrema derecha europeas: la Liga de Salvini y el antiguo Frente Nacional —ahora Ressemblement National— de Le Pen. El comportamiento de Vox es errático, aunque manifiesta características inequívocas de los ultras europeos: antisocialismo furibundo, racismo y xenofobia, negación de la violencia de género, etc. Pero lo más desagradable de esta organización es el tono, esa arrogancia pistoleril, chulesca y tabernaria que, cubierta de grandilocuencia, intenta resucitar un patrioterismo de viejo cuño, hipócrita y sembrador de odio al diferente.
Para quienes no sólo somos fieles a la Constitución sino también a su espíritu, a la interpretación cabal de los derechos y libertades que nuestra Carta Magna consagra con sobria claridad, la fractura de la derecha constituye una tragedia que no es si embargo irremediable. El Partido Popular ha cumplido cabalmente su función de defender durante toda la etapa democrática el vector más liberal, un estado más pequeño, un capitalismo con las manos más libres, y lo ha hecho civilizadamente, al estilo del conservadurismo europeo. Sin embargo, con apenas 66 escaños actualmente, la competencia de Vox (52) es muy difícil de gestionar para Casado, quien tan sólo puede encontrar cierto apoyo natural en Ciudadanos (10), que, por añadidura, tras su hecatombe, intenta recuperar la condición centrista perdida y tiende a apartarse del conglomerado derechista.
En el otro lado, la izquierda se recompone lentamente. Ubicado Podemos en el territorio de Izquierda Unida y fusionado con ella en Unidas Podemos, todo indica que —como explica maliciosamente Errejón, antiguo número dos de Iglesias que abandonó finalmente el proyecto— UP terminará teniendo el minoritario apoyo con que contaba Izquierda Unida, que llegó a los 21 escaños con Anguita en 1996. Hay indicios, pues, de que volverán a relucir los viejos partidos que han estructurado el régimen, aunque ahora con una relación más intensa y fluida entre el centro-izquierda y la izquierda.
Pues bien: el PP, contra lo que es democráticamente común en Europa, se ha avenido a formar coalición con Vox y con C’s, negándose a establecer el cordón sanitario que deja en soledad a la extrema derecha. En Francia, jamás ha pactado una formación democrática con Le Pen, y en Alemania AfD está igualmente aislada, lo que se ha resuelto mediante la ’gran coalición’. Merkel la ha preferido, muy razonablemente, a la oscura alianza de la CDU/CSU con el FDP y con AfD.
Así las cosas, el PP tiene que realizar un gesto de valentía, que es contribuir a formar ese cordón sanitario, anunciando a sus futuros votantes que no dará lo mismo votar al PP que a Vox. Que el PP representa el conservadurismo que ha sido sustrato de las más añejas democracias europeas, en tanto VOX procede de las tinieblas totalitarias.
Obviamente, el PSOE debe contribuir también a semejante transformación, ofreciendo al PP la posibilidad extrema de una gran coalición que evite un gobierno PP-Vox, una fórmula destructiva que difícilmente sería asimilada por los ciudadanos. Para ello, es necesario que Pablo Casado, y en general quien lidere el PP, deje bien claro que su partido no tiene relaciones con el neofascismo ni va a establecerlas, y que antes optará a una coalición en el centro que por el pacto con el diablo ideológico de la exclusión y la intransigencia.

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