El viaje del terror a la política exige arrepentimiento
Durante las recientes elecciones autonómicas en el País Vasco, el partido que ha justificado a ETA logró el mejor resultado de su historia. ¿Es la integración en el sistema democrático de quienes rompieron sus reglas un precio a pagar por la paz?
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Es periodista y colaborador regular de The New York Times.
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MADRID — Todos los españoles recuerdan dónde estaban el día que el concejal Miguel Ángel Blanco fue maniatado, arrodillado y ejecutado con dos tiros por la espalda. El asesinato perpetrado por la banda terrorista ETA en 1997 conmocionó al país y se recuerda todos los años con un acto que el pasado lunes estuvo rodeado de un tono más sombrío del habitual. La víspera se habían celebrado elecciones autonómicas en el País Vasco y el partido que durante décadas apoyó a los verdugos de Blanco logró el mejor resultado de su historia.
ETA nació en los años de la dictadura franquista y, al llegar la democracia en los años setenta, en lugar de renunciar a la violencia la propagó durante décadas. Mientras los pistoleros mataban, su brazo político, hoy bajo la denominación de EH Bildu, justificaba los atentados y señalaba a los enemigos de la patria vasca, poniéndolos en el punto de mira.
Detrás del éxito del partido EH Bildu, que permitirá a tres expresos acusados de terrorismo sentarse en el parlamento regional, se encuentra una de las grandes encrucijadas morales a las que se enfrentan los países que han sufrido largos periodos de violencia: ¿Es la integración en el sistema democrático de quienes rompieron sus reglas un precio a pagar por la paz? España, al igual que hizo Colombia con las FARC o el Reino Unido con el IRA, decidió que sí hace tiempo.
El país ha tolerado que un partido que vivió en connivencia con el terrorismo de ETA se presente a las elecciones y defienda la creación de un Estado independiente. Y, sin embargo, esa generosidad democrática no ha sido correspondida por los nacionalistas radicales vascos, a pesar de que las contrapartidas que se les pedían eran modestas. Arrepentimiento por el daño causado. Renuncia a la intimidación para avanzar su agenda política. Y un perdón, sincero y sostenido en el tiempo, a las víctimas.
La claridad con la que los dirigentes de Bildu expresan sus deseos de crear un Estado propio o exigen beneficios penitenciarios para los presos de ETA se diluye en una calculada ambigüedad a la hora de reconocer a las víctimas. Mientras, el recuerdo de los 854 asesinados, 6389 heridos y 79 secuestrados por la banda terrorista se debilita en medio de un discurso que busca equiparar a víctimas y verdugos. El método para reescribir la historia es viejo y empieza por la perversión del lenguaje.
Los dirigentes de Bildu insisten en adornar los asesinatos del romanticismo de la “lucha armada” en sus declaraciones, aunque la mayoría de las víctimas no portaban armas; los atentados se justifican en la existencia de “un conflicto”, aunque había resortes para dirimirlo políticamente; y se reconoce que hubo víctimas, para inmediatamente después despojarlas de su condición al incluirlas dentro del “sufrimiento de todas las partes”.
No. Lo que ha dejado heridas profundas en el País Vasco fue una campaña de terror en la que durante décadas se mató a políticos, periodistas, concejales de pueblo, empresarios y un largo número de personas inocentes, incluidos 22 niños, dentro del intento de una minoría por imponer su voluntad al resto.
La manipulación del relato mantiene a una parte importante de la sociedad vasca en una realidad paralela y victimista que sirve para justificar su pasado más oscuro. Nada lo refleja mejor que la contradicción que se vive desde que ETA anunció su disolución en 2018: mientras los que apretaban el gatillo reciben multitudinarios homenajes al abandonar las cárceles, quienes dieron su vida por defender la libertad en el País Vasco caen en el olvido. Su acoso no termina ni siquiera con su muerte: el reciente ultraje de la tumba del líder socialista Fernando Buesa, asesinado en 2000 en Vitoria por el grupo terrorista, muestra que la sociedad vasca, enferma de odio durante demasiado tiempo, no se ha curado del todo.
La estrategia de la desmemoria debe ser combatida si la aspiración es desterrar la violencia para siempre. Las nuevas generaciones ni siquiera saben quién fue Miguel Ángel Blanco, un olvido al que contribuyen partidos que como EH Bildu tienen dificultades incluso para mencionar su nombre. La percepción sobre qué hizo ETA y por qué ha sido distorsionada por un nacionalismo que sigue marginando a quienes no secundan sus ideas y que, en su cinismo, pretende que le den las gracias porque ya no se mate por ellas.
La cada vez más marginal presencia de los partidos españoles constitucionalistas en el País Vasco —los nacionalistas han sumado en estas elecciones un 70 por ciento del apoyo— ha dejado en manos de la cultura la preservación de la memoria del terrorismo. Series como ETA, el final del silencio y La línea invisible, o libros como Patria, cuya versión televisiva será estrenada por HBO en septiembre, recuerdan el descenso a los infiernos de una sociedad que fue gangrenada por una visión totalitaria. No es suficiente: es necesario que la verdad se imponga también en el discurso político.
Los exmiembros de ETA elegidos al parlamento vasco han elegido la vía política para defender sus posiciones, pero sus declaraciones insisten en equiparar la violencia del Estado con el sufrimiento de las miles de víctimas de la banda terrorista. El mayor valedor de esa teoría es Arnaldo Otegi, el principal líder del independentismo vasco, condenado en los ochenta por secuestro.
Otegi también recuerda dónde estaba el día que mataron a Miguel Ángel Blanco. “En la playa”, dijo en una entrevista en 2016. La respuesta es un reflejo de la sistémica falta de empatía que el mundo abertzale muestra hacia las víctimas y de su constante intento de legitimar el pasado más oscuro del País Vasco. Aunque Otegi aseguró haber realizado gestiones para evitar el desenlace fatal de Blanco, no ha mostrado ningún dato que corrobore esa versión. Hasta hoy se ha negado a condenar el asesinato.
Para que el País Vasco empiece desde un folio en blanco, y las heridas de décadas de violencia sanen, el brazo político de la extinta banda terrorista debe reconocer sin ambigüedad el daño causado. Los homenajes a etarras condenados deben terminar. Las víctimas han de recibir el respeto que merecen. Y el compromiso de defender las ideas sin violencia debe ir acompañado de la honestidad del arrepentimiento por el luto generado. Solo entonces podrá empezar la verdadera reconciliación en el País Vasco.
David Jiménez es escritor y periodista. Su libro más reciente es El director. @DavidJimenezTW
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