miércoles, 26 de abril de 2017

Martinez de Pisón mete el dedíto...

Ignacio Martínez de Pisón: «El nacionalismo sirvió a muchos exfranquistas para limpiar su pasado»

El autor regresa con «Derecho natural», a la historia de una familia que dirime sus conflictos en los años de la Transición

 
BARCELONA / E. LA VOZ 
La Transición, unida a los conflictos familiares, vuelve a ser el tema protagonista de la última novela de Ignacio Martínez de Pisón (Zaragoza, 1960)Derecho natural (Seix Barral). El golpe de Estado, la ley del divorcio, la movida madrileña… son algunos de los acontecimientos que recoge el libro, ambientado en Barcelona y en Madrid. Aquellos eran años, en palabras del autor, en que la democracia española iba aprendiendo «poco a poco y a golpes de realidad». Pero, sobre todo, años en que la necesidad de «pactar una convivencia» llevó a la gente a ser «más generosa» con quienes no pensaban como ella. El autor hablará mañana en A Coruña de su obra (Fundación Luís Seoane, 20.00 horas), dentro del ciclo Somos lo que leemos.
-¿«Derecho natural» retrata la Transición española o más bien los ires y venires de una familia de clase media en esos años?
-Las dos cosas. Hablo de una familia que en aquella época sale adelante como puede y que recibe los efectos de la historia colectiva. A través de sus personajes vemos cómo era la España de aquellos años. La política está siempre presente en nuestras vidas y, en aquellos momentos, mucho más. Recuerdo la tarde del golpe de Estado del 23 de febrero: hasta qué punto uno se veía a merced de circunstancias superiores que era incapaz de dominar. Esto prueba que uno de los grandes temas de la novela realista es precisamente ese choque entre la historia colectiva y la individual. Nuestros personajes intentan salir adelante y, al mismo tiempo, la Historia -con mayúscula- se refleja en sus vidas, como se reflejó en las vidas de todos los españoles en ese momento.
-La Transición aparece en varias de sus novelas. ¿Qué le atrae tanto de esa época?
-Que fueron mis años jóvenes, que pasaban cosas, que se estaba construyendo un pacto de convivencia entre los españoles, que desde entonces hasta ahora más o menos nos las hemos arreglado para convivir. Y me atrae que dejábamos atrás una dictadura militar: la posibilidad de volver a ella nos hacía más conscientes de la magnitud del retroceso.
-«Aún no habían pasado ni dos años desde la muerte de Franco. En esa época hacía falta muy poco para sentirse de izquierdas». ¿Todo el mundo quería subirse al carro de la modernidad?
-El hacerse de izquierdas estaba en el aire. Veníamos de una sociedad muy marcada por el autoritarismo y la respuesta de los jóvenes era el rechazo absoluto: nos hicimos de izquierdas sin haber leído a Marx. Además, Franco había nombrado al heredero en la jefatura del Estado, así que no veíamos con tanta simpatía eso que estaba ocurriendo. Y los cambios vinieron muy despacio… No tuvimos Constitución hasta tres años después de la muerte de Franco. Fue el día del 23-F cuando vimos que eso que nos habían impuesto -los comienzos de una democracia razonable y homologable con las de los países cercanos- en el fondo no estaba tan mal.
-¿Aún estamos pagando el borrón y cuenta nueva vivido en la Transición?
-Ese borrón y cuenta nueva también tuvo su parte buena, ya que llevó a que muchos españoles que habían sido franquistas por omisión se convirtieran de repente a la democracia de forma nada traumática. A lo mejor fue necesario que cada uno se reinventara a sí mismo y que falseara un poco su pasado para adaptarse mejor al futuro.
-La novela recoge el momento en que Ángel Ortega acompaña a su padre, reconvertido en izquierdista, a una manifestación en la que se encuentran al abuelo, un exfranquista ahora envuelto en una bandera catalana.
-Esas cosas ocurrían. El nacionalismo -que entonces se llamaba catalanismo- sirvió como una vía de asimilación y de limpieza del pasado. Muchos que habían sido franquistas de repente se pusieron del lado de su nacionalismo local y adquirieron así el marchamo de víctimas. El colocarse entre ellas los situaba en el lado bueno de la historia. Hay una frase de Tzvetan Todorov: «Nadie quiere ser víctima, pero todos quieren haberlo sido». En el fondo en aquel momento se estaba decidiendo quiénes habían sido verdugos y quiénes víctimas.

«El conflicto paterno-filial es eterno»

El protagonista de la novela decide estudiar derecho y, sin darse cuenta, acaba siendo protagonista de la construcción de España.
-¿Existían ilusiones que ahora no?
-En aquella época sabíamos adónde íbamos, a pesar de que había bastante desconcierto. Aunque el futuro admitía diferentes versiones, la sociedad sabía que quería ser una democracia y formar parte de Europa. ¿Cuál es la diferencia con respecto a los tiempos actuales? Que no se sabe bien cuál es ese futuro propuesto. ¿Qué cambio vas a hacer en la sociedad? No vas a renunciar a la democracia parlamentaria, ni a muchas de las cosas de tintes socialdemócratas que se han ido conquistando. Quiero decir que, salvo pequeños retoques, el futuro que pueda proponer la izquierda actual se parece mucho a lo que ya tenemos. Lo que ahora se plantea es que lo que tenemos funcione bien, que mejore, pero no existe un sistema diferente al que ya tenemos.
-La voluntad de Ángel de hacer las cosas bien y de manera justa contrasta con el comportamiento de sus padres, un matrimonio infeliz que rompe la familia. ¿Una metáfora de que lo nuevo es mejor que lo que se deja atrás?
-La generación de los padres de Ángel ha crecido en el franquismo y la del hijo es la que va a crecer en democracia. Probablemente el conflicto paterno-filial, que es eterno, en aquel momento estaba mucho más acentuado porque señalaba la frontera entre dos etapas históricas. Ángel es un joven que piensa en términos jurídicos, tiene vocación por el derecho porque necesita poner orden. Y sus padres son caóticos y desastrosos, él necesita juzgarlos y el derecho le da las herramientas para determinar la responsabilidad de unos y otros.

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