domingo, 6 de mayo de 2018

El Impuesto a las Tecnológicas....

Cobrar impuestos tiene mala prensa. Pero para conocer su utilidad solo hay que imaginarse un país en el que no se pagaran. Es decir, que cada ciudadano tuviera que abonar de su bolsillo el coste de los servicios públicos esenciales: educación, sanidad, pensiones… Como alguien dijo, si usted piensa que se gasta demasiado en cultura, piense lo que pasaría si no se destinara un céntimo a alimentar el cerebro. Por supuesto que en ningún país del mundo se dan esas circunstancias. En los paraísos fiscales o los estados de baja tributación, incluso, las autoridades obligan a pagar impuestos a sus ciudadanos, aunque sean reducidos.
En todos los casos, el argumento central para cobrar impuestos es el mismo. El sostenimiento de las políticas públicas exige recaudar, y aunque la casuística es muy variada, existen dos principios de carácter general. Se pagan impuestos (en cualquiera de sus formulaciones) en función de la capacidad económica del contribuyente —principalmente a través del impuesto sobre la renta— y, en segundo lugar, respecto de la utilización de determinados servicios públicos. Nadie protesta, por ejemplo, porque al viajar en avión haya que pagar una tasa aeroportuaria. Se entiende, implícitamente, que los usuarios del transporte aéreo son quienes deben financiar esas infraestructuras, y, por eso, nadie se niega a pagar. En muchos países, incluso, los camioneros pagan una tarifa por el uso de las infraestructuras. Y así ocurre en multitud de sectores.
Hay un caso en el que los beneficiarios de una determinada infraestructura no pagan por el aprovechamiento de la red. Son las tecnológicas
Solo hay un caso en el que los beneficiarios de una determinada infraestructura no pagan un céntimo por el aprovechamiento de la red. Son las empresas tecnológicas. Durante años, las compañías de telecomunicaciones (la mayoría herederas del sector público) han creado una ampliacompleja (y costosa) autopista por la que circula internet. Sin embargo, los beneficios que se generan no van a parar a quienes han invertido muchos miles de millones de euros para mantener y actualizar la red por la que discurren los datos y la información. Por el contrario, la parte del león se la quedan empresas con menos de 15 o 20 años de antigüedad que han enriquecido (legítimamente) a sus promotores usando de forma profusa sociedades instrumentales.
El resultado es evidente. Como ha recordado la Comisión Europea, nueve de las 20 mayores empresas del mundo por capitalización bursátil son digitales. Sin duda, por el talento de sus creadores, pero también por el uso de una ingeniería fiscal tan sofisticada como agresiva que implica el desplazamiento artificioso de beneficios hacia territorios de muy baja tributación, y a la que la Unión Europea (UE) ha puesto la proa. Entre otras cosas, como dice la última comunicación de Bruselas, porque “las empresas digitales tienen un tipo impositivomedio efectivo que es la mitad del que soportan los sectores económicos tradicionales". No vale, por lo tanto, contabilizar de forma torticera lo que se paga en EEUU, sino lo que se tributa en el país donde se generan los beneficios. Por lo menos, mientras los Estados nacionales sean los responsables de recaudar.
Las empresas digitales tienen un tipo impositivo medio efectivo que es la mitad del que soportan los sectores económicos más tradicionales
Es decir, que se produce una doble paradoja. Estamos ante compañías que no solo no han invertido en el despliegue de la red que hace posible la existencia de internet (y su negocio), sino que, además, pagan bastante menos impuestos que otras que han invertido mucho dinero para hacer posible que aparezcan empresas como Google, Facebook, Netflix ​o Amazon.

Privatizar un bien público

Como afirmó hace unos días Karl Happe, director de inversiones de Allianz, en 'Cinco Días', las grandes compañías tecnológicas "se han aprovechado de internet con mucho éxito, privatizando eficazmente un bien público". Es paradójico, en este sentido, que muchos autoproclamados liberales reivindiquen los peajes o el copago para financiar las infraestructuras públicas, pero protestan cuando se pide que las grandes empresas tecnológicas paguen impuestos para costear el despliegue de la red o financiar los servicios públicos.
Esta realidad está detrás de la preocupación de muchos gobiernos. Incluidos, los de EEUU, Reino Unido, Canadá o Australia, países de moderada tributación, y que están alarmados por las grietas del sistema fiscal. Eso explica que la OCDE (que agrupa a las naciones más avanzadas del planeta) haya lanzado el proyecto BEPS, mientras que la UE ha puesto en marcha —año 2016— unas directivas antielusión que generan hechos imposibles nuevos. Es decir, se grava lo que antes no se gravaba. El objetivo es, ni más ni menos, que los beneficios tributen allí donde tiene lugar la actividad económica y la creación de valor. Así de simple.
Como afirmó hace unos días el director de inversiones de Allianz, las grandes compañías tecnológicas "se han aprovechado de internet"
BEPS es el acrónimo, por sus siglas en inglés, de 'erosión de la base imponible y traslado de beneficios', y lo que se pretende es evitar que las empresas paguen menos de lo que les corresponde trasladando los beneficios de un país (donde se generan las ganancias) a otro (donde se tributa de manera residual) mediante un primoroso artificio fiscal. La propia OCDE, poco sospechosa de ser una organización izquierdista, ha estimado que la pérdida de ingresos en el impuesto sobre sociedades por la deslocalización de beneficios se sitúa entre el 4 y el 10% de la recaudación global por ese impuesto. Es decir, entre 100.000 y 240.000 millones de dólares anuales.
Una cantidad, como se ve, ingente que nace de una serie de insuficiencias tributarias. Por ejemplo, legislaciones internas no coordinadas con otras situadas fuera de las fronteras nacionales, estándares fiscales internacionales que no han sabido adaptarse a los cambios del entorno empresarial global, y, por último, la ausencia generalizada de información tanto a nivel político como al nivel de las administraciones tributarias. Estos factores son los que explican la erosión de las bases imponibles, y contra las que la UE y los países fiscalmente civilizados intentan combatir.

Dos propuestas

¿Cómo? Lo que ha propuesto Bruselas —que tampoco es un nido de rojos— a los gobiernos en el caso de las empresas tecnológicas es elegir entre dos alternativas. La primera se basa en una reforma común de las normas de la Unión Europea relativas al impuesto sobre sociedades para las actividades digitales.
Esta propuesta permitiría a los Estados miembros gravar los beneficios que se generen en su territorio, aunque una empresa no tenga presencia física en dicho país. El criterio que se considerará para saber si una plataforma digital tiene una "presencia digital gravable" (y, por lo tanto, un hecho imponible identificado) es que se cumpla uno de tres requisitos:
  • Superar un umbral de 7 millones de euros de ingresos anuales en un Estado miembro.
  • Tener más de 100.000 usuarios en un Estado miembro durante un ejercicio fiscal.
  • Generar más de 3.000 contratos de servicios digitales entre la sociedad y los usuarios.
En definitiva, como sostiene la Comisión Europea, el nuevo sistema "garantiza un vínculo real entre el lugar donde se obtienen los beneficios digitales y el lugar en el que se gravan".
La segunda alternativa que propone Bruselas es la que ha anunciado el ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, y se basa en la creación de un impuesto provisional sobre determinados ingresos procedentes de actividades digitales. Este impuesto pretende garantizar que las actividades que actualmente no están sujetas a tributación empezarían a generar ingresos para los Estados miembros "de forma inmediata".
El impuesto, en todo caso, se aplicará a los ingresos generados por actividades en las que los usuarios desempeñan un papel importante en la creación de valor, y que son más difíciles de gravar con la normativa fiscal actual. Y se identifican, en concreto, los ingresos generados por la venta de espacios publicitarios 'on line'; los generados a partir de las actividades de intermediación digital que permitan a los usuarios interactuar con otros usuarios y que puedan facilitar la venta de bienes y servicios entre ellos, y, por último, los ingresos generados a partir de la venta de datos obtenidos de información aportada por el usuario. Como se ve, nada revolucionario. Puro sentido común, que diría Rajoy.

¿Impuestos finalistas?

Los ingresos fiscales serían recaudados por los Estados miembros en los que se encontrasen los usuarios, aclara Bruselas, y el impuesto solamente se aplicará a las empresas con un total anual de ingresos de 750 millones de euros a nivel mundial y de 50 millones de euros en la UE. Con ello se pretende garantizar que las pequeñas empresas emergentes queden exentas. Bruselas calcula que se podrían generar ingresos para los Estados miembros por valor de 5.000 millones de euros anuales si se aplicase el impuesto con un tipo del 3%. De hecho, una decena de países —no se trata de una genialidad fiscal de Montoro— se han comprometido a poner en marcha un impuesto similar. Probablemente, en el marco de la imposición indirecta que, como se sabe, es ajena a los convenios que prohíben la doble imposición (gravar dos veces el mismo hecho imponible).
El Gobierno, como se sabe, estima que la inminente aprobación de lo que muchos han llamado la 'tasa Google', generará 600 millones de euros este año y unos 1.500 millones el próximo. Aunque los impuestos, por definición, no pueden ser finalistas, Hacienda se compromete a destinar esos recursos no previstos para financiar el coste adicional que tendrá para la Seguridad Social actualizar las pensiones como el IPC.
El Gobierno, como se sabe, estima que la inminente aprobación de lo que muchos han llamado la 'tasa Google', generará 600 millones de euros este año
Algunos han criticado que se use la ‘tasa Google’ para pagar las pensiones, pero conviene recordar que los impuestos, al no ser finalistas, van a una caja común centralizada, que es la Hacienda pública. Y dado que el Estado es el garante de que se paguen las pensiones —como, por cierto, establece la Constitución— parece razonable que busque nuevos recursos. O nuevos hechos imposibles,como se prefiera.
Entre cosas, porque la propia Carta Magna deja muy claro que "todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio". Así de fácil. Y no parece ni muy moderno ni muy 'cool' no pagar impuestos, aunque se utilice el último grito en tecnologías o se juegue al futbolín en las amplias instalaciones de Cupertino. Escaquearse a la hora de rascarse el bolsillo es lo más parecido a un 'fake'.

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