domingo, 16 de julio de 2017

Que no deje a Conchita!

Si los hechos pesan más que las palabras, Garbiñe Muguruza volvió a demostrarlo. En un momento de duda, tras el sinsabor de un Roland Garros donde protegía corona. En plena fase de hambruna, en mitad de una temporada sin títulos que echarse a la boca. Y en el corazón de una fase de interrogantes, descendida al número 15 de un deporte que la llama a ser su reina. Contra todo eso respondió Garbiñe. Al conquistar su primer plato de Wimbledon y levantar el segundo Grand Slam de su carrera, un logro al alcance de contadas profesionales, la caraqueña se confirmó como la gran figura femenina del deporte español. Una reina con todas las letras y edad, apenas 23 años, para mantenerse durante largo tiempo en el trono.
Si el deporte vive de las leyendas, aquí hubo otro hilo de espranza. La ascensión en Londres sirvió para grabar a fuego su nombre en la historia del deporte español, uniéndose en el cuadro de honor de Wimbledon a Manolo Santana, el pionero; Conchita Martínez, el ejemplo; y Rafael Nadal, el espejo. Un póquer de campeones españoles sobre la hierba de Londres, ese terreno históricamente esquivo para un país con talentos criado por y para la arcilla, paulatinamente adaptados al resto de suelos.
El triunfo de Muguruza supone un nuevo punto en una carrera de desarrollo peculiar. Incapaz de pisar una final desde que ganara su primer grande en París al quedar por el camino en sus siguientes 23 torneos. Capaz, sin embargo, de enlazar Roland Garros y Wimbledon como sus últimos dos títulos, separados entre sí por 14 meses de desierto. Una habilidad para abstraerse del entorno y firmar registros inéditos en un deporte cuya era profesional roza el medio siglo. Nadie había ganado tantos Grand Slam (dos) con una vitrina tan despoblada de trofeos (cuatro). Nadie, tampoco, había logrado batir a sendas hermanas Williams (Serena en París, Venus en Londres) en finales de Grand Slam. Hasta que llegó Muguruza, una coleccionista de imposibles. Una realidad que deja a la vista una personalidad singular. La de una persona con una profunda creencia en sí misma para la competición.

El homenaje de Wimbledon a los cuatro campeones españoles.

La propia final de Wimbledon fue el mejor resumen de Muguruza en apenas una hora de juego. Garbiñe se lanzó a por el trofeo de campeona entre límites, pasando de tener el agua al cuello a tomar un control absoluto. Fue una reacción formidable, toda una demostración de fuerza interior, capaz de dejar en blanco a una leyenda. Garbiñe pasó de tener el primer set perdido (4-5, 15-40) a conformar la remontada hilando los últimos nueve juegos del encuentro (7-5, 6-0). En una final de Grand Slam. Cuando llegó el momento crítico, cuando la colección de fantasmas (otra vez Wimbledon, otra vez el apellido Williams) se puso en bandeja, Muguruza mostró un carácter formidable. Así, y disputando desde el fondo de pista un intercambio ya histórico de 18 golpes, una batalla contra los nervios llena de precisión, cambió el sino de lo que parecía una condena al sufrimiento.
Es el crecimiento de una jugadora con mimbres para marcar una época, con detalles para imponer respeto. Con la capacidad para pasar de la tensión al autocontrol, cerrando las últimas tres rondas de Wimbledon sin ceder un turno de servicio. Con personalidad suficiente para cumplir con precocidad cualquier sueño. Y con el inusual talento para ofrecer más hechos que palabras, respondiendo a la falta de regularidad con una capacidad inmensa para atacar en las cumbres de su deporte.
Para una jugadora que ha padecido al gestionar situaciones adversas, que ha sucumbido en diversas charlas con el entrenador en pista, la respuesta a la amenaza fue un mensaje de madurez. Una versión introspectiva de una deportista capaz de voltear un imposible. Ni siquiera el peso de un mito en su torneo predilecto fue capaz de frenar la ambición de Muguruza. Esa fue la lectura. La irrupción de una jugadora fría de cabeza y atenta en lo técnico. Formidable cuando Venus buscó grietas bajando la pelota sobre su revés, intensa para no ceder un metro sobre la línea de fondo y notable, muy notable, para colorear el partido con 'passing shots', una suerte vital cuando Venus quiso tomar la red como plan alternativo ya avanzada la segunda manga.
La emoción de la campeona. (EFE/EPA)
La emoción de la campeona. (EFE/EPA)
No hay un ejemplo de persistencia superior al de Venus, cuyo último título grande se alzó hace ya una década; cuya figura permaneció en el circuito pese al síndrome de Sjögren, una afección que afecta al umbral de esfuerzo, y quien, cumplidos los 37 años, aspiraba a convertirse en la campeona más veterana de siempre sobre la hierba de Londres. Si alguien ha demostrado fe en el vestuario femenino, consigo misma y con las rivales, es la estadounidense. E incluso ella, la mujer que logró que en 2007 la igualdad de premios llegara a Wimbledon —el último grande que aceptó la paridad salarial entre géneros—, quedó sin respuestas.
En los momentos posteriores a la victoria hay una frase que Garbiñe repite sin parar. Son apenas dos palabras, pero le brotan de dentro. Con espontaneidad. Uno de esos momentos en que el instinto y la sinceridad se dan la mano. Las dice al comenzar su discurso de campeona. Se escuchan al coincidir en las entrañas de la Centre Court, donde la esperan Arantxa Sánchez-Vicario y el rey emérito don Juan Carlos. Y las pronuncia de nuevo al reunirse con su equipo y levantar en brazos a Conchita Martínez, su entrenadora en el torneo y, hasta hoy, única campeona bajo bandera española sobre la hierba de Wimbledon. “¡Por fin!”.
Como si no haber ganado Wimbledon a los 23 años, una edad relativamente bisoña en el tenis actual, fuera en su cabeza un motivo de sonrojo. Como si cinco cuadros finales en la hierba de Londres fueran una imperdonable eternidad de oportunidades perdidas. Como si conquistar el torneo de mayor prestigio de su deporte, tocar la cima a nivel competitivo, fuera una responsabilidad asumida desde hace tiempo. Hay quien se muestra incrédulo ante un logro de este calibre; Garbiñe se cansó de esperarlo.

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