lunes, 21 de marzo de 2016

El Camino Primitivo....

Las tierras del fin del mundo

ASTURIAS24 muestra un adelanto del diario de peregrinación a Compostela por el Camino Primitivo que publica el escritor Miguel Barrero 
Miguel Barrero

Miguel Barrero

Domingo 20 de marzo de 2016
El escritor Miguel Barrero publica Las tierras del fin del mundo (Trea), un diario en el que cuenta su peregrinación a Compostela siguiendo el Camino Primitivo. En la obra, se relata pormenorizadamente una andadura compartida junto a creyentes y agnósticos, viajeros y turistas, héroes y canallas. ASTURIAS24 publica en exclusiva cuatro fragmentos, incluida una parte del episodio en el que el autor cuenta el momento de la detención del presunto asesino de la estadounidense Denise Thiem, que él presenció en Grandas de Salime.

La inventio compostelana

Hay muchos signos que delatan la proverbial habilidad de Alfonso II y su descomunal inteligencia para transitar por los vericuetos del poder. Uno de ellos, sin embargo, resulta crucial por su significado posterior y por el modo en que sienta las bases teóricas que permitirían considerar al noroeste peninsular como un escenario adornado con la gracia de los dioses. La historia debe contarse según la ha venido narrando la tradición para que no pierda su enjundia, pero el sentido de la oportunidad que dejan entrever sus costuras resulta, desde cualquier punto de vista, encomiable. Corrían los primeros años del siglo ix —unos sitúan el acontecimiento en torno al año 813, mientras que otros lo llevan hasta el 820— cuando un ermitaño llamado Paio que meditaba en unos dominios próximos al bosque de Libredón, en los terrenos de la Gallaecia, divisó unas extrañas luces que parecían señalar un lugar determinado entre la arboleda. Alarmado, consiguió dar aviso al obispo de Iria Flavia, Teodomiro, quien acudió de inmediato al lugar y encontró tres sepulturas que identificó como pertenecientes al apóstol Santiago y a dos de sus discípulos. La envergadura del hallazgo no admitía demoras: el rey Alfonso II fue informado del feliz descubrimiento y en seguida emprendió el camino hasta aquel lugar ubicado en el último confín de su reino para observar los túmulos con sus propios ojos y ordenar que se levantara en aquel espacio una construcción digna en la que albergar los huesos de quien fuera uno de los más leales seguidores de Cristo. No era mala cosa, teniendo en cuenta cómo andaba de revuelto el reino: se iniciaba toda una Reconquista, los musulmanes sufrían derrotas importantes a manos del ejército asturiano y el noroeste peninsular se iba convirtiendo por derecho propio en el último reducto de la cristiandad, allá donde se acababa el mundo. El hecho de que la tumba de todo un apóstol apareciese precisamente al otro lado de la única frontera que los sarracenos no habían conseguido traspasar refrendaba la inmaculada bondad de aquellas tierras y la evidente sagacidad de un monarca que no sólo contaba con unas inmejorables dotes de estratega, sino que tenía de su parte a la mismísima divinidad.

El Cristo de Obona

Un cuarto de hora después ya estoy de vuelta con la llave y todos se arremolinan en torno a la elegante portada románica mientras hago girar los goznes para dejar al descubierto otra triple puerta de madera que, ésta sí, da acceso directo al interior. Sobrecogen las tres naves, sobrecoge la penumbra apenas rota por las mínimas ventanas, sobrecogen el vacío y la humedad de los muros y sobrecoge, sobre todo, el magnífico Cristo románico que cuelga del arco de triunfo y al que los desconchones no restan ni un miligramo de majestuosidad. Es posible que esta escultura sea la más protegida del mundo. Ni siquiera cuando en 1993 se organizó la exposición Orígenes, que reunió en la catedral de Oviedo una buena cantidad de piezas artísticas que pretendían resumir lo que habían dado de sí el arte y la cultura en Asturias entre los siglos VII y XV, los vecinos accedieron a prestarle la estatua al Arzobispado para que la exhibiera allí junto con otros tesoros. La desconfianza, en este caso, está justificada: Obona se quedó sin monjes con la desamortización de Mendizábal, y a esa primera decadencia sobrevino la que se desencadenó cuando la Iglesia recuperó la titularidad del edificio y decidió terminar de desmantelarlo en vez de recuperar lo que aún era salvable. Laureano nos contó en el transcurso de nuestro encuentro que los curas, poco a poco, fueron vendiendo hasta los remates del órgano —del que, en efecto, comprobamos ahora que sólo sobrevive la estructura de madera— y lo último de lo que decidieron prescindir fue del primoroso Cristo del siglo XII. La historia es tan suculenta que vale la pena imaginarla incluso en sus detalles más nimios. Corre la década de 1970 y un grupo de vecinos del pueblo de Obona recibe la orden (es de suponer que por parte del párroco) de descolgar la escultura del crucificado y llevarla en andas hasta la carretera general por los caminos que separan el monasterio del tráfago humano. Según parece, un anticuario de Zamora ha comprado la pieza para venderla por un buen precio en su establecimiento y ha traído un camión o una furgoneta en la que prevé guardarla personalmente para efectuar el traslado con garantías. Así pues, un grupo de cuatro o cinco hombretones penetra de madrugada en la iglesia expoliada. No sin dificultad consiguen bajar a tierra al Cristo y lo cargan sobre sus hombros para sacarlo de un edificio en el que, tras los sucesivos expolios, se puede decir que ya apenas queda nada. Avanzan lentamente por los senderos que conducen a la civilización cuando, de repente, uno de los fornidos zagales se detiene y obliga a los demás a frenar en seco. Sus compañeros le miran y él —Laureano no quiso decirme su nombre y creo que hizo mal, porque los pueblos necesitan conservar la memoria de sus héroes, y ese tipo lo fue, seguramente sin pretenderlo, y bien que se ganó los galones—, con una voz en la que debían de mezclarse la congoja y la necesidad de revalidar el amor propio, les espetó: «Me cago en Dios, hombre, el Cristo no». Fue dicho y hecho: los otros le miraron, asintieron y dieron la vuelta para devolver la escultura al interior de la iglesia, a ese arco de triunfo del que nunca tuvo que haber descendido, y cerrar después las puertas con siete llaves.

El embalse de Salime

Recuerdo una historia que le escuché a Adolfo Rodríguez Asensio hace no mucho tiempo no muy lejos de aquí, en el transcurso de una comida que compartíamos con otras personas, y que contaba cómo, según la tradición popular, años atrás vino el mismísimo diablo a hacer de las suyas por estas tierras y, tras mucho saltar de acantilado en acantilado, terminó tropezando y dando con sus huesos bajo las aguas del río Navia, cuya corriente le arrastró durante un buen trecho a lo largo del cual la pobre criatura llegó a temer por su propia supervivencia, de tan violento como bajaba el caudal. Finalmente, pudo agarrarse a unas ramas y regresar al exterior, momento en el cual comenzó a proferir unos aterradores gritos de alegría que retumbaron por todo el valle en ese instante remoto en el que tal vez ni siquiera se había fundado aún nuestro propio tiempo. «¡Salime, salime!», dicen que repetía Luzbel pleno de euforia antes de que unos lugareños enfurecidos le descubriesen y le arrojaran de nuevo al caudal. Tras otro forcejeo, éste mucho más liviano aunque aún así se prolongó durante unos cuantos metros, logró repetir la operación y liberarse del río gritando: «¡Subsalime!», y esas dos exclamaciones terminaron dando nombre a los pueblos que en tales lugares se asentaron. No queda nada hoy de Salime y Subsalime porque, precisamente, ambas poblaciones terminaron hundidas bajo el embalse al que dio lugar la presa que se construyó aquí a mediados del siglo XX y que hoy nos sobrecoge con su presencia intimidante. […] No son los únicos pueblos que duermen bajo este enorme lago engendrado por la necesidad del hombre. Envueltos en estas mismas aguas yacen los restos de lo que un día fueron los lugares de Salcedo, San Feliz, Doade, Saborín, Riodeporco, A Quintana, Barqueiría, Veiga Grande, San Pedro de Ernes, Vilagudín y Barcela, cada uno con su pequeña historia y sus difuntos, con sus recuerdos y también con sus olvidos. Me pregunto qué habrá sido de los habitantes que aún estaban aquí cuando se anunció el levantamiento de la presa y llegó la consabida orden de abandonar, qué pensamientos cruzarían sus cabezas en el momento de hacer el equipaje, cómo se sale de esa cosa terrible que es ver el propio pasado sepultado por una mano ajena que decide que nuestra biografía no vale gran cosa, al menos no lo suficiente como para mantenerla a flote y visible. Cómo sigue viviendo alguien que no puede continuar llevando flores a sus muertos, durmiendo en la cama que acogió durante décadas sus descansos o labrando el mismo huerto al que están hechas sus entendederas y sus manos. Si se puede llamar vida a esa imposición que viene después del devenir que elegimos o que nos tocó en suerte, y a cuyas exigencias e inconvenientes nos plegamos con todas las consecuencias. Me gustaría, aquí, ahora, tener la ocasión de ver siquiera alguna fotografía, aunque sea una perspectiva lejana que ilustre la disposición de cada aldea cuando aún existía y sus vecinos ignoraban la aciaga suerte que ya les estaba persiguiendo. No quedan muchos restos de lo que pudo ser este paisaje antes del embalse. Que yo recuerde, sólo una foto en blanco y negro que en el tomo III de la monumental Asturias, coordinada por Octavio Bellmunt y Fermín Canella a caballo entre los siglos XIX y XX, muestra a página completa el aspecto que tuvo el recordado puente de Salime, de orígenes romanos, que según Jovellanos se encontraba «en prodigiosa altura del río» y en cuyos muros, según traslada el acervo popular en una aseveración que ni siquiera fue capaz de confirmar el muy erudito en estas lides Ciriaco Miguel Vigil, existía una inscripción que rezaba:
Pedro de Pedre
de Castro natural
hizo el puente de Salime
la iglesia i el hospital
i la catedral de Lugo
á donde se fué á enterrar
Abril año de 1113
¿Quién fue ese tal Pedro de Pedre? Es un completo enigma. No se habla de él de ninguna otra crónica y, pese a los testimonios que garantizan su existencia, nadie llegó a ver realmente esa inscripción que, con ritmo ciertamente pegadizo, perpetuaba las razones de su gloria.

La resolución de un crimen

Por los comentarios que brotan a mi alrededor, entiendo que han detenido a un peregrino, seguramente alguno de los que ya estaban aquí en el rato que pasé charlando con José y Luis. Trato de averiguar de qué se le acusaba, pero nadie sabe nada y todo son vaguedades: dicen que pudo robar algo en el albergue y fantasean con la opción de que todo se deba a algún error. Al dueño del bar tampoco le han dado detalles, porque cuando le pregunto a él directamente se encoge de hombros y parece tan inquieto como los peregrinos que se encontraban compartiendo sobremesa con el detenido. «Si ha hecho algo yo quiero saberlo, porque llevo dos días durmiendo con él y no me gustaría saber que he compartido litera con un delincuente», dice uno de ellos. De pronto se hace el silencio. Hacia la terraza viene un hombre al que reconozco confusamente: es el individuo al que hace un rato escuché despedirse de su jefe a través del teléfono móvil. «Quiero pediros perdón por la violencia con la que hemos actuado», dice en cuanto llega a nuestra altura, «pero el sujeto es muy peligroso y no lo podíamos hacer de otra manera». Cuando nos da la espalda para dirigirse de nuevo hacia la casa consistorial, alguien me dice que se trata de un policía que actúa de paisano. Hace un rato se acercó hasta aquí con otro hombre, como si fuesen dos clientes más, y se sentaron a tomar algo; de pronto, todo se desató: el que ha venido a pedir disculpas sacó una pistola con la que apuntó a la sien de un peregrino que se sentaba en una mesa vecina y su compañero, en un suspiro, inmovilizó al sorprendido romero tejiendo una llave alrededor de su cuello. Una mirada al reloj me anuncia que ya debe de haber abierto la farmacia, así que voy a remendar los boquetes que se han ido abriendo en mi botiquín. Como la botica está también en la calle dedicada a Pedro de Pedre, vuelvo a pasar junto al ayuntamiento y trato de estirar el cuello por ver si descubro algo, pero no tengo ningún éxito. Hay cierto trajín a la entrada, y en el barullo distingo al policía que selló mis credenciales y al agente de paisano. El farmacéutico, que es o parece argentino a tenor de su acento, no ha escuchado nada, pero me cuenta que en el tiempo que lleva ejerciendo en Grandas de Salime, algo más de un lustro, ha visto pasar a miles de caminantes sin que ninguno de ellos diese problemas. «¿Qué delito puede cometer un peregrino?», pregunta en lo que es más una interrogación retórica que una interpelación directa, «¿robar un poco de dinero, una bicicleta, una cantimplora?». «El Camino no es peligroso», añade, «a lo mejor se puede dar el caso de que desaparezca alguien, como esa pobre chica americana a la que perdieron de vista en Astorga, pero son cosas puntuales y pasan una vez cada cincuenta años». Me sirve los medicamentos que le pido y vuelvo al hotel para dejarlos en mi cuarto, pero cuando procedo a colocarlos en el baño me doy cuenta de que se me ha olvidado uno de los más importantes. Vuelvo a bajar a la calle y barrunto que la curiosidad que comienzo a sentir por todo lo que está pasando fuera me terminará dejando sin siesta: el tumulto ante el ayuntamiento ha crecido y da la impresión de que han empezado a tomar declaración a todos los que compartían mesa en la terraza del Café Bar Centro con el detenido. Apenas han pasado cinco minutos desde que me fui, pero en cuanto abro de nuevo la puerta de la farmacia y el responsable me ve aparecer bajo el umbral, lanza hacia mis oídos unas palabras que necesito procesar durante un par de segundos: «¿Has visto? La liebre salta cuando uno menos se lo espera. Resulta que nunca nos dio problemas el Camino y ahora van y pillan aquí al hijo de puta que mató a esa chica en Astorga». Le pregunto si está seguro de lo que dice, y aunque no me quiere confesar quién se lo ha contado a él (tampoco le he dicho yo que soy escritor, o periodista, o ambas cosas, ni que estoy preparando un libro) sí me asegura que puedo fiarme al cien por cien.

El porqué de un título

Cuando vuelvo al Hotel Moneda, me encuentro a Joe y Vivian sentados en una de las mesas. Llevan todo el día aquí porque ella se ha puesto enferma y no han podido lanzarse a los caminos. Me siento a su mesa, tomamos un café juntos y comentamos lo que han dado de sí las jornadas precedentes. Joe cuenta que ha hecho el Camino Francés y la Vía de la Plata, y asegura que el Camino Primitivo es las más bonita de todas las rutas jacobeas. Mientras hablamos, fuera se hace más virulento el chaparrón y por el bar del hotel van apareciendo algunos rostros familiares a los que no había visto en todo el día: están José y Luis, los madrileños, que se sientan ante el televisor para ver un partido de fútbol; llega la pareja que nos adelantó a Sofía y a mí esta mañana y que resulta venir de Las Palmas —hablando con ellos descubrimos que hace un par de días realizaron una gran proeza: recorrer en una sola jornada la distancia que separa Pola de Allande y Grandas de Salime—; aparecen también Raquel y María José, y de repente el bar se convierte en una agradable reunión de conocidos, como si O Cádavo fuese nuestra casa y nos estuviéramos entregando a una última reunión familiar. El ambiente es tan distendido que por primera vez le cuento a alguien —y ese alguien es Joe, con quien he hecho un pequeño aparte en medio de la marabunta— que planeo ponerle al libro que escribiré con las notas que estoy tomando un título tal que La ruta del fin del mundo o Los pasos del fin del mundo. El asiente y me dice que algunas veces, en estas últimas etapas, ha tenido la sensación de caminar por lugares por los que nunca nadie había caminado antes. Yo le explico que también he tenido esa impresión, y que quiero emparentarla con la que debieron de tener nuestros ancestros más remotos cuando transitaban por estos mismos senderos siguiendo la luz del crepúsculo o el rumbo marcado en las estrellas, y también por aquellos primeros peregrinos que hollaban con sus pasos el que era entonces el último confín de la cristiandad. «Es un gran título», me dice antes de pasar al comedor. Nos sirven una sopa, churrasco y flan casero. Todos comemos y bebemos y reímos y yo me voy a la cama, al menos, bastante más alegre de lo que salí de ella esta mañana. En unas cuantas horas estaré en Lugo, y una vez allí me quedarán sólo cien kilómetros para encontrarme ante las torres de Santiago. Se avecina la meta. Y, con ella, el término de la aventura que me habrá conducido hasta lo que una vez fue el último rincón de la Tierra.

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