Es un juego de niños, desenterrar a la diosa Cibeles protegida por la Junta de Protección Tesoro Artístico del Gobierno de la República –que abandonó la capital dos años y medio antes-. No era la única, también habían sido recubiertas como se pudo, con lo que había, las otras fuentes de Apolo Neptuno, las estatuas de Felipe III y Felipe IV. La medida se tomaba para proteger los monumentos de la ciudad de los bombardeos franquistas y de los Junkers nazis: unos se taparon con armazones de madera, otros con sacos terreros y algunos con muros de ladrillo rellenos de arena. Las esculturas se transformaron en búnker.
Eran tumbas. La Cibeles, “la bella tapada”, decían. Las calles y los monumentos se llenaron de rodilleras contra la barbarie de la guerra. Tres días antes del último parte de guerra, la chavalería ya está en lo alto de la diosa para rescatarla de su refugio de ladrillo, de paso, demostrar, al fotógrafo que les anima, los fuertes vínculos que les une a la nueva España que se fundará con el parte del uno de abril de 1939: “En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado”, firmado por “el generalísimo”, Francisco Franco, en Burgos.
Es un saludo inolvidable. Es una fotografía impactante. No hay noticia como tal, pero es un documento histórico de un reportero de primera
Los madrileños han acudido a la plaza tal día como hoy, quizá a la misma hora en la que usted esté leyendo este artículo. Franco ha roto el cerco a la ciudad y el mapa de la península lleva su color. A la mañana siguiente, la chavalería escala hasta la cúspide de la estatua enterrada con la intención de arrancar los sacos terreros que cubren su cara para volvérsela a ver, tres años después. Mirarle a la cara será como mirarse al espejo de la supervivencia. Llevan palos y listones en vez de palas
Quieren despertarla y extraerla de su crisálida de arena, y celebrar que están vivos al término de la guerra. Deben devolver su entorno a la tranquilidad, rota el 18 de julio de 1936. Cuando reciba los primeros rayos de luz, la estatua habrá viajado más allá del tiempo y se encontrará en otro país, aunque su carro y sus leones Hipómenes y Atalanta -condenados por Zeus a tirar eternamente de la galera- no se hayan movido de su sitio.
Y mientras eso pasa, mientras el país muda la piel de un día para otro, mientras los más jóvenes lo celebran desmontando ese castillo de grava con tesoro, aparece Martín Santos Yubero. El fotógrafo pasa por allí, ha llegado justo a tiempo, acaban de descubrir la cabeza. Hay mucha gente en los alrededores. La escultura tiene una forma piramidal funeraria de ladrillo. Sólo los más ágiles pueden escalarla.
Él también. Acaba de cumplir los 36 años, ha sobrevivido a una guerra, en el frente de los enemigos que levantan el brazo derecho delante de su objetivo cómplice. Fue un hombre que se adaptó a los colores que tocaban, republicano con la República; con la guerra, anarquista; con la dictadura, uno más, con la gracia y el favor falangista que le permitieron estar en lugares inaccesibles para el resto.
Es un saludo inolvidable. Es una fotografía impactante. No hay noticia como tal, pero es un documento histórico de un reportero de primera, con olfato para el documento gráfico en estado puro. Ha creado un hecho en apariencia inocente –alguno de ellos saluda con el brazo equivocado, otros no tienen el gesto ensayado-, pero determinante: ha conseguido sintetizar el paso de un estado democrático a uno totalitario.  

Con la llegada de los años de la represión, los reporteros gráficos que retrataron a las tropas republicanas tenían dos opciones para continuar con sus vidas: huir, como hizo Agustí Centelles (1909-1985), quedarse, como hizo Martín Santos Yubero (1903-1994). El fotógrafo madrileño ya se había cambiado de ropa y no tardó en obtener el preciado carné de prensa del régimen franquista, que se encargaría de aplicar la censura sobre las 2.000 publicaciones editadas en la República hasta dejarlos, en 1945, en 87. Más de la mitad oficiales.
Santos Tubero recordaba que lo peor era saber que junto a los fotógrafos españoles trabajaban muchos reporteros extranjeros con sus Leicas y película de sobra
Santos Yubero ya no está en el frente, la guerra ha terminado, y con ella las imágenes más crueles, como la qu relata el escritor Juan Iturralde (seudónimo de José María Pérez Prat) en la novela Días de Llamas (1979) al escribir de un fotoperiodista en acción y de las limitaciones de la imagen: “El fotógrafo aprieta el disparador inmovilizando carreras, eternizando espaldas sudadas, cuerpos caídos en el patio, uniformes manchados de sangre y sudor, correajes, gorras de los oficiales. Solo se le escapan los disparos y los quejidos, y el ruido de los aviones que van a bombardear el cuartel”.
El historiador de la fotografía Publio López Mondéjar es el mayor experto en la figura de nuestro protagonista. Durante las entrevistas que mantuvieron el fotógrafo le contaba las limitaciones de su trabajo en guerra: “Lo peor era saber que junto a nosotros trabajaban muchos reporteros extranjeros con sus Leicas y película de sobra. Los enviaban sus periódicos perfectamente equipados y hasta me temo que a algunos los trataban los mandos militares y los comités obreros mejor que a nosotros”.
“A mediados de 1937 nos quedamos casi totalmente sin material fotográfico, sin películas, reveladores, ni papeles, ni nada. Así es que nos vimos forzados a un paro obligado por la escasez de material”, se puede leer el testimonio en el libro de Lunwerg El Madrid de Santos Yubero.
Hoy, hace 75 años, está en la calle no de paseo. Hoy trabaja, ayer fue reincorporado a la nómina del Ya. Tiene un pase especial para moverse libremente por la ciudad. Es el mismo que corrió por las trincheras republicanas. Sólo ha cambiado su gabardina, literalmente: los reporteros debían vestir uniformes de inspiración castrense, diseñados por los finos estilistas de Falange en su obsesión por controlar a la prensa. En la distinción está la represión. Santos se convirtió en uno de los decanos de los reporteros oficiales del momento y eso le canjeó un archivo único: estaba en todas partes. Hoy se conserva en el Archivo regional de la Comunidad de Madrid, después de que Joaquín Leguina pagara a sus descendientes 1.750.000 pesetas por los negativos.  
Este día también nace el mejor fotógrafo de la posguerra y el más leal al nuevo orden. Conocía muy bien a la Segunda Centuria de Falange dada su amistad con el líder de la FAI, Melchor Rodríguez. El trabajo de Yubero supone cincuenta años de testimonio de cambios sociales y políticos, desde la época dorada del nuevo vínculo entre el papel prensa y la fotonoticia, entre 1931 y 1936, que trabajó en dos de las publicaciones más vendidas, Blanco y Negro (que en 1932 tenía 250 páginas por número) y Mundo Gráfico, pero también en La Nación y Ya, de la Editorial Católica y creado en enero de 1935 por el cardenal Ángel Herrera Oria, donde desarrolló su labor más intensa.
Santos Yubero, como su foto icónica, demuestran que sólo somos dueños de nuestro destino en la renuncia. Resignados a la adaptación de lo que tenga que venir.