En cuanto nos dejaron, fuimos modernos. España cambió de acera, pasó a la democracia y se posmodernizó a todo trapo. El pasado era conflictivo y el futuro era una marca blanca, se borraron todos los emblemas beligerantes y Miró dejó de ser una referencia del catalanismo antifranquista, lo mismo que Tàpies, para renacer como abanderados del arte vanguardista de última generación, limpios de reivindicaciones, puros e incoloros. Andy Warholvisitaba Madrid en 1986 y Felipe González le regalaba una escultura. Lo mismo que al presidente ReaganMiquel Barceló fue el valor emergente perfecto para convertirse en el símbolo de la juventud y la renovación apolítica, el triunfo de la estética. La muerte de la política.
Era una “cultura democrática”. Cultura democrática –giro redundante– para engrasar el nuevo aparato político que estrenaba España. Había que embadurnar todo el país con kilos de cultura y, además, que fuera “democrática” –aseada–, para representar dentro y, sobre todo, fuera la ruptura definitiva con el franquismo. Urgía promocionar la imagen de un país moderno y popular, uno dispuesto a hacer lo que hiciera falta para aparentar ser otra cosa.
A la UCD de Adolfo Suárez apenas le dio tiempo a usar el disfraz de la cultura y el PSOE abandonó el internacionalismo y abdicó del jacobinismo leninista y del obrerismo revolucionario, para entregarse a “un pragmatismo descarnado”. En eso consistió la operación de cirugía plástica que modificó la cara de doña España y en la que la cultura fue un instrumento esencial. La doctora en Historia Contemporánea por la Universidad de Florencia, Giulia Quaggio, publica el ensayo La cultura en transición. Reconciliación y política cultural en España, 1976-1986 (Alianza), una lección documental sobre una historia de éxito.
“Los socialistas copiaron el modelo del ministro de Cultura Jack Lang (el padre de la expresión “excepción cultural”), de la Francia de Mitterrand”, explica la investigadora a este periódico. “En los ochenta, con la crisis del marxismo, la relación entre cultura y política cambia y se pasa de la cultura del compromiso a la cultura de la economía”. Quaggio explica que la cultura fue el ingrediente secreto de la fórmula que “socializó” a los españoles y logró una transición “reconciliada”. “La imagen que la cultura transmitía hizo que los españoles confiaran en su capacidad de vivir en democracia”, habla de una política cultural casi social. De hecho, el Ministerio era de Cultura y Bienestar (hasta el 1 de septiembre de 1977). La cultura era el pegamento de las dos Españas y el escaparate internacional.
Curiosamente, esto no fue un invento de la democracia. La historiadora cuenta que, entre los papeles que ha encontrado, hay pruebas de que ya en los años cincuenta el Ministerio de Exteriores franquista entabló los primeros y fallidos esfuerzos de acercamiento con Picasso, comunista y principal promotor de exposiciones antifranquistas. “Si el fichaje de Picasso resultaba a todas luces imposible, había otras alternativas. Entre 1950 y 1970, Luis González Robles, comisario de Exposiciones de la Dirección General de Bellas Artes, organizó las principales exhibiciones que colocaron a las nuevas generaciones de artistas españoles (Chillida, Tàpies, Feito, Saura) en la escena internacional, dando un giro europeísta a la política exterior de España”, escribe la autora.
Desde 1968 la Dirección de relaciones culturales del Ministerio de Exteriores y la Dirección general de bellas artes redoblan sus esfuerzos por recuperar elGuernica del Museum of Modern Art (MoMA). La idea de Florentino Pérez Embid, director de Bellas artes, consistía en exhibirlo en “un nuevo museo de arte contemporáneo”. Uno como el Museo Reina Sofía… Picasso declaró que el cuadro era propiedad de la República y que, hasta que las libertades no se reestableciesen, el cuadro seguiría en el exilio.
Fraga y su política cultural de los sesenta fue importante en la Transición, porque Pío Cabanillas, que aprendió con don Manuel, terminó como ministro de Cultura con Adolfo Suárez. No podemos entender la Transición cultural sin ese puente”, explica Quaggio para señalar que los Pactos no fueron la panacea de nada. “La idea que permanece como elemento continuo en la historia de la política cultural española es que política y cultura son un elemento de la Marca España, que fue un invento del franquismo que los socialistas enfatizaron”.
Y lo hicieron a golpe de cheque: “En cuanto oigo la palabra cultura extiendo un cheque en blanco al portador”, escribía Rafael Sánchez Ferlosio, en El País, el 22 de noviembre de 1984, en un artículo titulado La cultura, ese invento del Gobierno. Eran los días en los que el Estado cultural era una aspiración queJavier Solana, ministro del ramo, blandía en el mismísimo Congreso de los Diputados. Se atrevía en la Cámara Baja a asegurar que era posible “sustituir el hombre económico por el hombre cultural”.
Una euforia incontrolable y dinero para bibliotecas, becas, centros de arte, auditorios, promoción de artistas e intelectuales. Había que construir un nuevo país, como fuera y al precio que fuera. “El PSOE utilizó la cultura como un escaparate. Aquellas inversiones en cultura son impensables hoy. Es sorprendente la capacidad que tuvo este país para reciclarse, aunque lo hizo a tal velocidad que se olvidaron del futuro”.
La crítica de la historiadora es a esa tendencia de la política española a obviar el largo plazo. Cortoplacistas. “La velocidad impide pensar las cosas que se hacen, de forma que España quiso mimetizarse con Europa, olvidando su esencia, su identidad y su historia. Había que cambiar, había que cambiar, había que cambiar”, cuenta.  
Habla de cultura EN transición, porque la cultura –“un concepto difícil de definir”– siempre puede ser deformada, adaptada, manipulada, utilizada, hasta volverse a regenerar. Para unos, es una manera de promocionar la ilustración; para otros, una manera de reivindicar la nación española. La cultura tiene la capacidad de la intervención, aunque sólo se utilice como instrumento.