Como su propio nombre indica, la gastroenteritis es una inflamación de la industria gastronómica, hinchada en nombre del espectáculo, la innovación y el arte. El chamán que ha conseguido transformar un servicio en un bien patrimonial es Ferran Adrià, que después de treinta años de fogones ha conseguido cambiar su restaurante por galerías y museos. El ex cocinero aprovechaba la ola de un país obsesionado por adquirir productos que le hicieran olvidar su verdadera identidad conflictiva.
La sofisticación es el medicamento ideal con el que olvidar por unas horas la conciencia de clase. El placer de una cena en elBulli sumaba muchos puntos en la Clasificación de las Experiencias Antiproletarias, en la que también hacía crecer el tanteo un viaje al Casino de Mónaco, un crucero por el Mediterráneo o el paquete turístico del Caribe.
Los turistas de interior que se acercaban al restaurante escondido en una cala paradisíaca de Girona, pasaban la tarde del domingo clasificando las fotos de los cuarenta platos del menú degustación que habían probado en elBulli. El menú también era fotografiado y grabado en vídeo, porque iba numerado y firmado por la propia estrella.
La experiencia programada era única, y uno salía del salón comedor pensando que "todos los detalles de elBulli son auténticos". Adriá es auténtico, porque la fama es auténtica, la televisión es auténtica, lo que se come es auténtico, lo que sorprende es auténtico, el placer es auténtico, lo fácil es auténtico, lo auténtico es la verdad. La mesa de un blanco inmaculado es auténtica. La mentira es auténtica.
La experiencia teatral, adaptada la coreografía de camareros, sumiller, platos y botellas, garantizaba la felicidad. Esa es en esencia la definición de un ilusionista, aquel que con sus artes y oficio es capaz de cambiar el ánimo y el humor de las personas a las que se dirige.
Este país necesitaba cambiar de humor en los ochenta. Al tiempo que las comunidades corrían a inaugurar edificios imposibles para rellenarlos de arte contemporáneo y artistas locales, la sociedad pedía fetichismo y mercancía a punta pala. Quería la receta de la alegría: un "cóctel en un cojín", una "flauta de mojito y manzana", "raviolis de pistacho", "porras de queso italiano", "palitos de hibiscus y cacahuete", "codornices en escabeche de zanahoria", "won-ton de rosas con jamón y agua de melón". Un menú infinito de platos extraordinarios era suficiente para hacer de tu aburrida vida de clase media, un espejo de los lujos y caprichos de la clase más privilegiada.
Ahora, artista
Adriá sigue siendo el maestro de la dictadura de la ilusión, la mejor receta deelBulli. Pero también la perfecta ejecución del plato más sabroso de las industrias culturales y turísticas. Hoy, cuando Ferran Adrià ha sido devorado por Ferran Adriá, el Planeta Michelín se desinfla para dar vida al nuevo ánima renacentista: traje nuevo para el emperador de lo espontáneo; reclamo que multiplica las visitas a los museos; desengrasante de las páginas de cultura de los medios de comunicación que necesitan caramelizar y perfumar con esencia de melón con jamón una realidad fea y triste. Y todo el mundo sabe que un artista es un payaso que se dedica a entretener. ¿A qué va uno a ARCO si no es a partirse de risa?
Ferran Adrià es el mayor fenómeno de la cultura aproblemática instalada en un país que quería olvidar, integrarse en Europa y correr rápido, todo lo rápido que fuese para escapar de los conflictos sociales o políticos no resueltos. El nitrógeno entraba en las cocinas españolas, un claro síntoma de que el país ya estaba en el futuro y listo para el mercado global.
Adrià es la marca de la inmadurez democrática, la viva imagen de la némesis de un artista: creador de consenso, vanguardista del menú apolítico, rupturista con la marginalidad, escamoteador de la responsabilidad histórica, abanderado del final de las reivindicaciones, adormecedor de conciencias y genio de la desmovilización. El cocinero favorito de Margaret Thatcher