lunes, 20 de junio de 2011

Las Cajas ya no son lo que eran....

QUIEN ROMPIO LA HUChA ?

En la década de los años ochenta, cuando las grandes cajas de ahorros buscaban los vericuetos para sortear la limitación geográfica de un modelo caduco, con el fin de expandirse y ganar tamaño, un agente de la Policía Nacional custodiaba una de las oficinas de una pequeña entidad intervenida. Su misión era mantener temporalmente cerradas las puertas de la sucursal, hasta que la autoridad competente entregara las llaves a otra entidad más solvente, con el fin de garantizar el ahorro de los impositores y la viabilidad del negocio. Una situación de crisis, en el sentido más amplio del término, que sin embargo no impidió que numerosos impositores se acercaran a su oficina de siempre, con la cartilla en la mano, ajenos a la gravedad de la situación, a la espera de realizar los pagos y las transferencias habituales de cada mes… ¡Oiga, caballero, disculpe: esta sucursal está cerrada porque la entidad ha sido intervenida!

No hubo explicaciones satisfactorias. El caballero quería enviar las diez mil pesetas que debía recibir su hijo, que estaba en la universidad, para que pudiera realizar los pagos del mes; y algo más. A nadie se le ocurrió pensar que su dinero estaba en situación de riesgo. Era impensable. Inimaginable. Lo único importante era eso, realizar la transferencia en tiempo y forma.

Una anécdota, aparentemente poco relevante, que refleja la enorme confianza que han otorgado históricamente los impositores a sus cajas de ahorros, cómplices de la sorprendente capacidad de ahorro que demostraron las clases medias de este país, urbanas o rurales, también en constante expansión desde los años sesenta.

Era, en efecto, SU CAJA. Mucho más que una entidad financiera. Era la hucha, cuyo anagrama había hecho posible la construcción y el mantenimiento del pequeño hospital de la localidad, la residencia de ancianos, las propias fiestas patronales o, incluso, la universidad.

Después, como es bien sabido, las grandes cajas de ahorros se extendieron por todo el país como avanzadilla del proceso de bancarización que contagió a todo el sector, de la mano del prolongado boom inmobiliario, sin que probablemente se dotasen del capital humano suficientemente preparado para administrar el aparente éxito de la operación fácil y rentable.

Creo que fue Benjamin Franklin quien advirtió sobre la buena salud de la que muchos hubiesen disfrutado si sus riquezas hubieran sido menores. Porque, en efecto, aquellas cajas que despertaban tanta confianza entre sus impositores, se han visto obligadas a reconocer que habían caído en la hipnosis del ladrillo, hasta el extremo de haber hipotecado prácticamente el 80% de su pasivo.

Y claro, el boom inmobiliario se desplomó y cedió todo su protagonismo al boom de los activos tóxicos, tan amargos para las entidades más solventes como imposibles de digerir para las “nuevas ricas” que habían puesto toda su esperanza en la fidelidad de las hipotecas a 30 años, o más.

Es en esta fase del breve relato en la que aparece la extraña e incomprensible aportación de la antigua autoridad monetaria, actual supervisor, el Banco de España. ¿Cómo es posible que haya autorizado el cierre de sucesivos ejercicios por parte de entidades que, ahora lo sabemos, presentaban un cuadro clínico más parecido al de la quiebra técnica que al de un intoxicado en vías de recuperación? O, en fin, si era necesaria una primera reconversión del sector, mediante fusiones y alianzas generalizadas, ¿cómo se entiende que hayan transcurrido tres años, ¡tres!, de coqueteos irrelevantes, a la búsqueda del mejor postor como futuro compañero de viaje, mientras se deterioraban hasta el extremo, las escasas alternativas de volver a competir con ciertas garantías en un mercado lisiado por la crisis?

Es verdad que, superado el modelo provincial, los nuevos centros de poder autonómicos quisieron adaptar el mapa de las cajas a esta nueva realidad. Y así lo hicieron, en muchos casos, gracias al desembarco masivo de los irremediables políticos, en los órganos de gobierno de las entidades de ahorros. Aunque no es menos cierto que, en otros casos —no pocos—, incluso la nueva autoridad regional se vio desbordada por la ambición de los propios gestores de las entidades, más interesados en su futuro personal que en la salvación de la caja en cuestión. Y ello, sin perjuicio de que la sensibilidad crediticia se volcara con el crédito público —que se ha duplicado en los últimos tres años—, en detrimento del sector privado, ayuno de financiación por no reunir, según los gestores, las garantías exigidas.

Entretenidos en estos dimes y diretes, cerradas ya sus fuentes tradicionales de financiación, la mayor parte de las cajas se vieron abocadas a precipitar finalmente una alianza (los famosos SIP), al ritmo de las condiciones del supervisor para acceder al fondo de rescate bautizado como FROB, con capacidad para inyectar teóricamente más de 90.000 millones de euros al sector. Sin embargo, curiosamente, el nuevo mapa de las cajas —que se redujo de casi 150 entidades a 17— parecía haberse ultimado después de reclamar tan sólo unos 13.000 millones y tras haber superado, salvo las conocidas excepciones, los sorprendentes test de estrés con los que las cajas quisieron rearmar la moral de su clientela, en clara posición de huida por temor a una debacle generalizada.

De hecho, después de afrontar tan delicados escollos, como del intento de explicar que la centenaria caja local había cedido toda su gestión a un nuevo banco, las nuevas entidades contaban ya con un plan estratégico para los años 2011, 2012 y 2013 —para qué más—, cuando el Gobierno se asoma otra vez a la conciencia de los españoles y anuncia un nuevo plan de rescate, porque las cajas necesitan capitalizarse urgentemente… Sorpresa, angustia y congoja, porque quizá en esta ocasión ni siquiera los históricos Presidentes de las centenarias Cajas puedan salvar sus muebles.

Ahora resulta que no, que con los 13.000 millones del FROB —a devolver en cómodos plazos, pero a un interés de casi el 8%— no había ni para empezar, porque las cajas de ahorros de este país necesitan 20.000 millones más, en el mejor de los casos; o 130.000 millones, según las estimaciones más pesimistas. Por lo tanto, que tiren a la papelera sus planes estratégicos recién paridos, porque ahora deberán demostrar su altísima solvencia para sobrevivir como caja de ahorros, o algo menor, si aceleran su conversión en entidad bancaria y deciden competir con los grandes en condiciones similares. Se acabó la dualidad bancos-cajas, adiós a las democráticas asambleas generales politizadas, pongan fin a sus coqueteos, que en septiembre se abre definitivamente la veda a las fusiones por absorción, más apetecibles quizá para alguna ficha bancaria oriental con aspiraciones en la piel de toro que para la familia Botín.

Y así, de un plumazo, en medio de la marejada menos recomendable para el sector financiero, la deriva reformista del Gobierno Zapatero da los últimos coletazos situando a las centenarias cajas de ahorros en el esplendor de una época ubicada ya en las pruebas de imprenta de los manuales de historia.

¿Un error? Quizás no, salvo consideraciones de carácter más bien sentimental.

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