Antonio López “revolucionó la manera de pintar”
La muestra del artista madrileño, la más visitada en la historia del museo Thyssen, llega hoy a Bilbao. Los pintores Julio Vaquero e Íñigo Navarro nos descubren los secretos de la primera retrospectiva en 20 años.
Begoña Marín. Madrid
El calorcito de la tarde y el sopor de una comida recién asentada apacigua el nerviosismo de un encuentro. El pintor Íñigo Dávila (Madrid, 1977) espera frente a las rejas del Museo Thyssen a que llegue un colega al que admira y aún no conoce, Julio Vaquero (Barcelona, 1958). Se han citado para merodear en petit comité por la exposición que ha batido el récord de visitas en la historia del centro de arte: la primera retrospectiva de Antonio López en 20 años. Separados por una generación de tendencias, les une su vinculación con el pintor que convirtió la Gran Vía en un icono del realismo. Vaquero tiene el lujo de ser su amigo y de conservar un número considerable de obras en la Fundación Sorigué que dirige. Navarro pertenece a una hornada de artistas posterior, la de realistas que siguen a este gurú del mantra con ecos de calles deshumanizadas. Minutos antes de que la Reina Sofía inaugure la muestra, nos colamos con ellos en las salas.
“Las cabezas del templo de Olimpia son la referencia permanente de Antonio hacia el mundo griego en su manera de entender la escultura. Él entendía que representaba el consenso entre lo que el artista hacía y lo que al pueblo le gustaba. Ese periodo de unión entre dioses y hombres le sugestiona mucho”, apunta Julio al entrar en la primera estancia. Frente a los bustos se encuentra el cuadro que López pintó de su hermana Carmen: “Las obras de los años cincuenta son hieráticas, muy influidas por los figurativos italianos con su realismo arcaizante. Se trata de figuras poco naturalistas pero con encanto. Sus años en Italia dejaron huella. Cuando becaron a Francisco López, al que consideraba una especie de hermano mayor, le siguió junto a otros amigos como Moneo”, apunta.
La siguiente galería descubre un cuadro que les atrae como un imán: El aparador. “Una de las obras de referencia”, indica Vaquero. “El mueble es el protagonista. La calidad de los materiales delata que estuvo bebiendo de la pintura tradicional barroca. Y también revela su gusto por Ribera, Velázquez... Encontramos toda la riqueza, pero despojada del sabor de altar barroco que tienen otras pinturas más antiguas. Este es el inicio de su modernidad”. Tras pintar la obra sobre metal la quemó con un soplete. El toque reaccionario de López. “Yo veo una lucha interna. El peso del pasado. Las burbujas que quedan son quemaduras, como los pegotitos que aglutina en algunos paisajes de Madrid. Luego se avergüenza de ellos y los quita cuando no le ve nadie”, cuenta confidencialmente Navarro.
Vaquero sigue absorto en el cuadro: “Antonio fue el primero que demostró que se podía ser extremadamente sutil tratando el cuadro a patadas. ¿A quién se le ocurre, después de estar meses trabajando en un color, coger un soplete y quemarlo? Fíjate en el reflejo de plata del plato: es una rascada en el metal. Está creado a base de arañazos, de mordiscos. Fue absolutamente innovador”, sentencia. Y prosigue: “Lucian Freud fue el gran referente de la pintura figurativa moderna por sus temas, pero no por su técnica. La pincelada es la misma que la del siglo XIX. Antonio López trabajó de una forma completamente nueva. La pintura parece aplastada contra el soporte y bruñida por un metal. La torturaba repetidamente para conseguir una textura que lograba un aspecto extraño y novedoso. Nadie se atrevió a hacerlo hasta que apareció él. Después todo el mundo empezó a usar chorretones.”
Los pasos nos llevan hasta una imagen entre fantasmal y angelical, una aparición: su hija María. “Es uno de los retratos más estremecedores que he visto. Con el tiempo los dibujos de Antonio se van a codiciar en los almacenes de los museos como ahora guardamos los de Degas o Ingres. Su obra pictórica tiene momentos muy buenos, pero sus dibujos se equiparan a los de los mejores artistas del siglo XVIII o XIX”, opina Vaquero. La figura de una niña emerge de un blanco carcomido por el tiempo. Vaquero desvela un secreto: “El color amarillo surgió como consecuencia al usar tableros con brea en la madera para combatir la humedad. Con los años, el alquitrán traspasó la fibra y el papel se oscureció. En realidad, Antonio lo dibujó blanco”.
De la pureza infantil a la desnudez madura de una pareja fornicando en mitad de la calle. “Hay días en los que estos temas le encantan y otros en los que reniega de ellos, comenta Vaquero en referencia al cuadro Atocha. En su primera exposición en Nueva York no lo pudo exhibir. Se montó un gran revuelo por el puritanismo americano. Pero el galerista Staempfli lo colgó en su despacho”.
Una de las razones por las que se ha tardado tanto en organizar una retrospectiva de Antonio López es porque la mayor parte de sus obras se encuentran en manos privadas. Pero también por un nivel de perfeccionismo que puede rozar lo obsesivo y que ha acabado con la paciencia de algún que otro comprador: “La propietaria de las esculturas El hombre y la mujer, una coleccionista americana, nunca llegó a tenerlas. Antonio se las pidió alegando que no estaban terminadas. Ella las devolvió y nunca más las vio. Años más tarde desistió y las vendió al Estado español”, recuerda Vaquero. Caminamos hasta el ecuador de la muestra, donde nos espera el cuadro matriz: su archiconocida Gran Vía: “Enrique Gran le llevó un día hasta allí de madrugada y le dijo: Tienes que pintar esto, es real como la enfermedad. El fantasma de la ciudad como algo que nos come, nos aliena”. Durante seis veranos, se apostó en asfalto con su caballete a las seis de la mañana para pintar. “Tenía muchos problemas porque la paleta se empastaba con la contaminación y tenía que retirarse a casa para limpiarlo continuamente”, relata Navarro. Así surgió este cuadro que le convirtió en el paisajista madrileño por excelencia. “Estoy aburrido de ver copias. Todo el mundo empezó a hacer antonios lópez. Pero no todos pueden ser él, porque no es una cuestión de paciencia, sino de capacidad de hacer evolucionar algo durante mucho tiempo sin que decaiga. Es capaz de estar seis años con una obra y no fatigarla”, indica Vázquez.
No volvería a hacerlo. Los años le han alejado de la esgrima del pincel para devolverle al cuerpo a cuerpo de la escultura. “El dibujo exige una concentración y un esfuerzo visual que, por la edad que tiene, ya no puede soportar”, explican. Y la escultura le ha forzado a regresar, como se cae en un viejo hábito, a la figura humana. Constituye el mejor tema para captar la carnatura de las tres dimensiones. “Les pone ojos para hacerlas presentes, vivas, como los griegos”, apunta Navarro.
Al final del recorrido se encuentra una de las últimas esculturas que han salido de su estudio: El hombre tumbado. Un anciano de piel verdosa con abultadas venas en el cuello y un vientre arañado que deja ver sus entrañas de bronce. Parece un muerto, pero para su creador está muy vivo. “Antonio puso una foto de una sonrisa sobre él. Era la suya propia”, descubre Vaquero. Parecía increíble que hubiera hecho una gamberrada así. Pero lo mejor de todo es que... ¡encajaba!
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