sábado, 30 de marzo de 2013

Úrculo, un salmerón universal...

Diez años de la muerte del pintor Eduardo Úrculo

Por:  | 30 de marzo de 2013
Cuando murió Ignacio Aldecoa, a los 44 años, se produjo un estruendo nacional en el mundo de la literatura y también de la amistad, que entonces eran términos que aún conjugaban bien. Lo resumió Carmen Martín Gaite en el título del artículo en el que expresó su desolación: “Un aviso”. Era la señal, entonces, de que la muerte era una de las fronteras de la vida, y era definitiva; ella, Carmiña, lo avisaba escuetamente, sin otro vuelo que el que ofrece al alma que cuenta el drama que vive.
       Eso ocurrió en 1969, en Madrid, abruptamente; nadie esperaba que aquel ser humano que tanto había levantado la moral de su tropa y que tan bien había escrito sobre la fiesta y la tragedia fuera a ser el primero al que se lo llevara el barco final, el que no regresa.
       Por alguna razón que tiene que ver sin duda con la muerte pero también con ese carácter de aviso que tiene toda noticia tan aviesa como esa que Carmiña subrayó con dos palabras, cuando murió el pintor Eduardo Úrculo sentí también ese latigazo: las campanas empiezan a tañer por cada uno de nosotros, este es un aviso, toda muerte es, al fin, una muerte colectiva; cuando alguien tuyo, de tu entorno, de tu vida, se muere, tú también te estás muriendo.
       Eduardo Úrculo murió hace diez años, el 31 de marzo de 2003. Era un hombre pletórico; tenía 64 años, pero podría tener los años en que murió Aldecoa, era tan joven aún. Se conservaba en buena forma, seguía paseando, pintando, riendo sin fronteras, viajando como un chiquillo, de su corazón a sus asuntos, hasta que el corazón decidió jugarle esta mala pasada. Estuve el otro día con su mujer, Vicky Hidalgo, en la casa que dibujaron y vivieron juntos en el barrio donde vi a Eduardo por última vez. Ahora es un recuerdo, un millón de recuerdos; por ejemplo, el de ese último día, y era marzo, en que lo vi en la calle, mirando, siempre miraba Eduardo. O de cuando nos juntamos unos cuantos en su casa de Madrid, riendo, o cuando reíamos en su casa de Asturias. O cuando, aún sin conocerlo, me hablaban de él sus amigos canarios José Luis Fajardo, Eduardo Westerdahl y Jorge Perdomo…
       Todas esas etapas, todos esos recuerdos, son de un Úrculo único y diferente. El canario, por decirlo así, era el Úrculo que hurgaba en la tierra, en su tierra asturiana; dibujaba entonces, en su juventud, el alma doliente de un territorio que gritaba sordamente en medio de la dictadura. Era el Úrculo políticamente más comprometido, el que le dio alma a la encarnadura civil de su arte. Westerdahl, que era un surrealista a carta cabal, apreció en esas formas oscuras de Úrculo el germen de una luz, lo decía. Y, en efecto, años después surgió entre nosotros ese Úrculo iluminado por el sol de Ibiza, dibujante de formas iluminadas por una voluntad de alegría que ya llenó por completo las paredes de su estudio. El añil, el amarillo, el azul claro, el rojo…
       Y, dentro de esos colores cálidos, hundidos como en el aire de sus formas, mujeres, viajeros, gente asomándose al mar; el horizonte fue una obsesión para este viajero que fue de la oscuridad a la luz como si traspasara una frontera. En esos cuadros suyos, en sus esculturas, en lo que dibujó y en lo que pintó hubo siempre, y siempre hay, gente mirando, paseantes, soñadores; de espaldas o de frente, pero sobre todo de espaldas, los personas están aguardando algo, saben que en un momento determinado tendrán con ellos lo que esperan, y probablemente lo que esperan es aire. El aire que respiraba Úrculo, el que nos hacía respirar.
       No puedo remediar una visión de Úrculo que me persigue desde que lo oí nombrar por primera vez en Tenerife. Entonces su amigo Jorge Perdomo, que lo conoció allí a principios de los años 60 (justamente cuando Aldecoa viajaba por las islas, por cierto), lo describía como un deportista, un tipo que se encerraba en una especie de gimnasio artesanal a hacer pesas y a jugar al frontón, quizá para correr luego como un loco por aquellas playas entonces intransitables de Santa Cruz, pues eran playas de cantos rodados… Luego siempre vi a Úrculo, aunque lo viera vestido, corriendo así, en bañador (como en Ibiza, en los 80), bajo el sol, riendo… Como si entonces estuviera ensayando la salud que desprenden ahora esos cuadros de su etapa más feliz, más iluminada, el Úrculo que se iba desprendiendo de las formas oscuras parecía estar preparando desde entonces, en las orillas de los mares, el Atlántico, el Mediterráneo, ese Úrculo que ahora tenemos en la retina.
       Cuando murió, el crítico de El País Francisco Calvo Serraller habló de su vitalidad: cuesta creer que haya muerto Eduardo Úrculo, “de vitalidad tan pletórica (…) en plena madurez creadora”. Y señalaba Calvo Serraller, para culminar su recuerdo: “Es, por tanto, ´la alegría de vivir` la que está de luto con la dolorosa pérdida de Eduardo Úrculo, que literalmente se ha muerto, como quien dice, ´con los pinceles puestos` y en plena brega”. Su colega y amigo José Luis Fajardo dejó dicho entonces: “A Úrculo nunca le gustó viajar solo”. Solo nunca estuvo; la muerte misma lo halló con amigos. Ese recuerdo mío, Eduardo ante un escaparate, mirando, unos días antes de su muerte, era también la de un hombre acompañado, presto a encontrarse con otros, buscando quizá en ese silencio circunstancial las palabras que iba a regalar en otro lado. “Encarnaba la vida y la pintura”, explicó Mario Vargas Llosa, su amigo también, cuando la noticia (aquel aviso) se supo.
       Cuando estuve con Vicky en su casa el otro día juro que sentí que en cualquier momento esas figuras que él pintó iban a cobrar cuerpo y que en algún momento iban a aparecer de la mano de Úrculo, riendo todos ante el horizonte.

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