Yo estoy en ello!!!!
De la necesidad, virtud
"Ya nadie junta a doce personas para un día en el campo, que parecen legión"
Alfredo Argiles Valencia 11 AGO 2012 - 20:14 CET1
De
excursiones eróticas y golosas calificaba el gastrónomo Grimod de la
Reynière a las comidas campestres, bien entendido que cuando esto
escribía, allá por los primeros años del siglo XIX, aún no se había
popularizado el picnic, ni siquiera se había descubierto el juego de
palabras que lo identificaría.
Para que un pique nique fuese aquello que debía ser era necesario cumplir algunas normas presididas por un estricto consenso, que comenzarán por la elección del seráfico lugar donde se alimentarán a cielo descubierto los cuerpos y las almas, continuarán con la evaluación del costo de la francachela —que sin discusión se abonará a partes iguales entre los partícipes, ya fuese lo acordado de modesto precio o de asiático lujo— y se rematarán decidiendo que el acto tendrá lugar en la mañana o será nocturno, se iniciará allá culmine el medio día o se intuya la media tarde, momento en el que las puestas de sol contribuyen a dar subido color al ambiente que se crea y propicia así el consumo de los pasteles y licores que han dado la señal, por todos asumida, de que el ágape en puridad ha terminado, y los juegos y retozos sobre la hierba se inician o consuman para ayudar la fácil digestión de la siempre soberbia, nunca frugal colación.
Abundante, pese a su nombre, el pique —picar— y el nique —sin valor— de Grimod debía comenzar con una copa, que sustituiría con ventaja a la sacrosanta sopa de las comidas formales, y a la que sucederían —en este orden y sin tiempos muertos— los pollos en pepitoria, los fiambres de carne, las galantinas —esa suerte de pasteles cárnicos que alimentan hasta nuestro espíritu y que el ilustre gastrónomo y escritor recomienda que, en días tan señalados, se perfeccionen penetrándolos y rellenándolos de lengua de vaca y también de la sabrosa carne de una liebre—, los patos asados, el jamón y los patés todos, los fiambres hojaldrados, las ensaladas y los entremeses, tal como acostumbraba a ser el servicio a la francesa en mesas tan principales. Con el agravante de que es condición inexcusable en todo picnic que se precie que nada sobre y nada falte, por lo que los esforzados comensales deberán hacer acopio de valor y capacidad estomacal consumiendo todo lo llevado y contratado, no permitiendo así que molestos restos del festín perturben el paisaje, que después del ágape deberá quedar impoluto como una patena.
La comida, que por supuesto y según es de educación debe durar siempre más de cuatro horas, terminará con algunas frutas frescas y otras de las que llaman de sartén, esto es pastelitos y pastas dulces, a los que podrán acompañar de forma optativa las confituras y ¡como no! los ricos quesos que nos complacen y que podemos concretar para aquella cultura en los afamados Gruyère y Roquefort.
En cuanto a la bebida, dice de la Reynière, que de ella en estas circunstancias no se debe abusar. Por tanto para doce personas calcula seis botellas de vino tinto y un par de blanco del Jurançon, otro par más de cualquier espumoso que se precie —ora cava, ora champagne—, alguna de dulce Málaga, y aun otra de moscatel de Frontignan, consignando un par más, esta vez llenas de licores, para que la juerga no decaiga.
Han pasado dos siglos desde que los ciudadanos capitalinos gozaban de las delicias del campo embarcándose en las aventuras erótico gastronómicas que relatan los escritores del momento. Y no obstante la evolución de las costumbres y lo sofisticado de los tiempos, la institución o cultura del picnic permanece y se acrecienta, en nuestras tierras y en las ajenas, así sea por la terrible crisis económica que haciendo de la necesidad virtud convoca a los amigos y familiares a los campos y las playas más cercanos, para en ellos y bajo la sombra protectora de los pinos degustar los productos de la tierra, que solo deben cumplir con la condición de ser transportables. Por supuesto los modos y las modas cambian, y los menús que solían quedan abrasados por las nuevas formas de comer. Permanece lo inalterable, que es el espíritu.
Ya nadie junta a doce personas para un día en el campo, que parecen legión. Y para cuatro amigos, en nuestros lares, sobrará hoy con una rica tortilla con patatas y los siempre estimables y socorridos filetes empanados, amén de los vinos del lugar refrescados o adulterados con aquellos jugos gaseosos que se nos antojen.
Para que un pique nique fuese aquello que debía ser era necesario cumplir algunas normas presididas por un estricto consenso, que comenzarán por la elección del seráfico lugar donde se alimentarán a cielo descubierto los cuerpos y las almas, continuarán con la evaluación del costo de la francachela —que sin discusión se abonará a partes iguales entre los partícipes, ya fuese lo acordado de modesto precio o de asiático lujo— y se rematarán decidiendo que el acto tendrá lugar en la mañana o será nocturno, se iniciará allá culmine el medio día o se intuya la media tarde, momento en el que las puestas de sol contribuyen a dar subido color al ambiente que se crea y propicia así el consumo de los pasteles y licores que han dado la señal, por todos asumida, de que el ágape en puridad ha terminado, y los juegos y retozos sobre la hierba se inician o consuman para ayudar la fácil digestión de la siempre soberbia, nunca frugal colación.
Abundante, pese a su nombre, el pique —picar— y el nique —sin valor— de Grimod debía comenzar con una copa, que sustituiría con ventaja a la sacrosanta sopa de las comidas formales, y a la que sucederían —en este orden y sin tiempos muertos— los pollos en pepitoria, los fiambres de carne, las galantinas —esa suerte de pasteles cárnicos que alimentan hasta nuestro espíritu y que el ilustre gastrónomo y escritor recomienda que, en días tan señalados, se perfeccionen penetrándolos y rellenándolos de lengua de vaca y también de la sabrosa carne de una liebre—, los patos asados, el jamón y los patés todos, los fiambres hojaldrados, las ensaladas y los entremeses, tal como acostumbraba a ser el servicio a la francesa en mesas tan principales. Con el agravante de que es condición inexcusable en todo picnic que se precie que nada sobre y nada falte, por lo que los esforzados comensales deberán hacer acopio de valor y capacidad estomacal consumiendo todo lo llevado y contratado, no permitiendo así que molestos restos del festín perturben el paisaje, que después del ágape deberá quedar impoluto como una patena.
La comida, que por supuesto y según es de educación debe durar siempre más de cuatro horas, terminará con algunas frutas frescas y otras de las que llaman de sartén, esto es pastelitos y pastas dulces, a los que podrán acompañar de forma optativa las confituras y ¡como no! los ricos quesos que nos complacen y que podemos concretar para aquella cultura en los afamados Gruyère y Roquefort.
En cuanto a la bebida, dice de la Reynière, que de ella en estas circunstancias no se debe abusar. Por tanto para doce personas calcula seis botellas de vino tinto y un par de blanco del Jurançon, otro par más de cualquier espumoso que se precie —ora cava, ora champagne—, alguna de dulce Málaga, y aun otra de moscatel de Frontignan, consignando un par más, esta vez llenas de licores, para que la juerga no decaiga.
Han pasado dos siglos desde que los ciudadanos capitalinos gozaban de las delicias del campo embarcándose en las aventuras erótico gastronómicas que relatan los escritores del momento. Y no obstante la evolución de las costumbres y lo sofisticado de los tiempos, la institución o cultura del picnic permanece y se acrecienta, en nuestras tierras y en las ajenas, así sea por la terrible crisis económica que haciendo de la necesidad virtud convoca a los amigos y familiares a los campos y las playas más cercanos, para en ellos y bajo la sombra protectora de los pinos degustar los productos de la tierra, que solo deben cumplir con la condición de ser transportables. Por supuesto los modos y las modas cambian, y los menús que solían quedan abrasados por las nuevas formas de comer. Permanece lo inalterable, que es el espíritu.
Ya nadie junta a doce personas para un día en el campo, que parecen legión. Y para cuatro amigos, en nuestros lares, sobrará hoy con una rica tortilla con patatas y los siempre estimables y socorridos filetes empanados, amén de los vinos del lugar refrescados o adulterados con aquellos jugos gaseosos que se nos antojen.
Comer amor
TANIA CASTRO
Me
gusta pensar en el amor. En el universal amor. Son las cuatro de la
madrugada; el calor y los vecinos no me dejan dormir. Recuerdo México.
Allí serán las nueve de la noche y una pareja se estará preparando para
el cortejo. Puede que ella aún se debata entre el escotado vestido
pasión o el dulce modelo de “quiéreme toda la vida”. Crecí en el
Pacífico y me da por pensar en las tres horas de diferencia con el
Canadá atlántico. Allí serán las siete y hora de cenar. Dependiendo de
lo rigurosa, gastronómicamente hablando, que sea la pareja, estará
apurando la última copa de vino o tirándosela encima mientras no se
acaban a besos. Pienso en Turquía, en mis amadas fronteras kurdas y sus
casi dos horas más. En una pareja que adelantó el reloj para regalarse
una hora de despertar amándose. Me dejo viajar más lejos. En Nueva
Zelanda es hora de comer y según muchos estudios, y confesiones
cercanas, el momento preferido de muchos amantes. Pocas cosas tan
sensuales como mezclar harina con mantequilla tibia. En Marruecos miran
muy de cerca cómo amasas cuscús, pues tu destreza para hacerlo está
directamente vinculada a tus habilidades amatorias. Sea como, sea me
enamora la idea de que a cualquier hora del día y en cualquier parte del
mundo alguien se entregue al amor. Amar siempre es una buena idea. Mis
vecinos, que hace más de una hora decidieron amarse sin cesar, nos han
regalado el vibrante grito de la felicidad plena. Y en ese preciso
instante me da por pensar en México, Canadá, Turquía, Nueva Zelanda y si
esto podría ser como la hecatombe de todos los chinos saltando al mismo
tiempo pero a nivel acústico… ¡pánico!
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