Cultura
Stalin, el eterno retorno La historiografía occidental tiene en Stalin uno de sus focos de investigación más recurrentes. Mientras, en Rusia, también se vive una revisión de su figura
eduardo gonzález calleja
Día 08/07/2010 - 19.23hcomentarios
ABC
Uno de los caprichos de Stalin: su coche, un Zil 110, de 1949. El vehículo era la versión rusa del Rolls-Royce
En pocos países como en Rusia –que se ufana de ser la nación donde más se lee en el mundo– se ha dado con mayor brutalidad la conjugación entre política y cultura. Allí se suele decir que un gran escritor es como un segundo gobierno, y esta vocación de influencia ha generado casos dramáticos de manipulación por el poder. La era postsoviética se ha vivido en Rusia como un profundo desarraigo cultural: los años 1989-91 se contemplaron no sólo como la caída de un imperio, sino como el derrumbamiento de toda una civilización. La trayectoria histórica del país durante el siglo pasado se ha percibido como un error, pero las reformas democráticas no han propiciado la implantación de un nuevo ideal cívico porque no fueron acompañadas del bienestar económico. El colapso del Estado y la crisis moral de la sociedad derivaron en una merma del orgullo nacional. En esas circunstancias, no resulta extraña la reaparición de un neoestalinismo más cultural que político, nostálgico del pasado, pero alentado por las instancias oficiales: en 2007, Putin promocionó un manual de Historia para profesores de secundaria donde se pintaba un Stalin cruel pero triunfante, que empleó el terror como «instrumento de desarrollo» y «actuó racionalmente» a pesar de haber ejecutado a millones de conciudadanos. Según algunos estudios, la popularidad de Stalin se ha triplicado entre los rusos en los últimos veinte años: en 2008, la mitad de la población opinaba positivamente de su figura, y muchos apoyaban el restablecimiento de los monumentos desmantelados en el pasado. De hecho, un museo en su honor ha abierto las puertas recientemente en Volgogrado, la antigua Stalingrado, donde más de cien mil familias sufrieron represión política por su origen étnico.
Tres visiones del comunismo
La esquizofrenia de un país que oscila entre el orgullo de haber vencido la «Gran Guerra Patriótica» y la vergüenza por el «Gran Terror» invita a la reflexión. Dos libros de muy diferente factura nos ofrecen pistas sobre el nacimiento, auge y derrumbe de este gran mito ideológico del siglo XX. Priestland propone un recorrido general sobre la política y la cultura de masas del comunismo desde sus primeros vagidos en la Francia jacobina hasta su espectacular expansión mundial en la segunda posguerra y su no menos dramático derrumbe. Su hipótesis es que, a lo largo de la Historia, se han combinado tres visiones diferentes del comunismo: la romántica liberadora, la radical-revolucionaria y la tecnocrática. Mientras que la socialdemocracia partió de la visión romántica y se proyectó hacia la tecnocracia, el marxismo-leninismo conjugó las visiones modernista y revolucionaria en el modelo de partido de vanguardia militarizado, diseñado para conquistar el poder y forjar el «hombre nuevo» socialista.
Dos libros de muy diferente factura nos ofrecen pistas sobre el nacimiento, auge y derrumbe de este gran mito ideológico del siglo XXEl estalinismo fue el resultado perverso de la combinación entre el militarismo populista soviético surgido de la Guerra Civil, el nacionalismo granruso y la explotación despiadada de los recursos y de la mano de obra por parte de un «Estado hambriento», que en la etapa madura del régimen derivó en un imperio paternalista y tecnocrático basado en el nacionalismo localista y el internacionalismo comunista.
La crisis de este sistema, muy lejano de la utopía comunista originaria, se hizo irreversible a partir de los años 60. La ética productivista desapareció al hilo del estancamiento económico que hizo inviable la consecución de la utopía socialista. Si a inicios de los 80 el comunismo aún se expandía por el Tercer Mundo, a fines de la década se produjo su implosión, inducida por factores externos (la ofensiva neoconservadora y neoliberal occidental), pero también por la apuesta contradictoria de Gorbachov de retornar a un marxismo ético y romántico de contornos democráticos y humanistas e incorporar pautas neoliberales a la economía.
Relaciones envenenadas
La obra de Volkov aúna la Historia, la política, la alta cultura y las peripecias personales del «coro mágico» de intelectuales para mostrarnos la relación envenenada entre la intelligentsia rusa y la autoridad (el patriarca Tolstói y los Romanov, Gorki y el estalinismo, Solzhenitsyn y la perestroika) a lo largo del siglo XX. La política cultural zarista, conservadora y proteccionista, dejó paso las innovadoras técnicas de propaganda cultural del bolchevismo. Los vanguardistas emergieron como heraldos del nuevo arte revolucionario hasta su defenestración a partir de 1921, cuando se produjo la primera diáspora hacia Occidente (Bunin), los suicidios premonitorios (Esenin, Mayakovski) o las ejecuciones más o menos encubiertas (Mandelstam), hasta llegarse al sometimiento total a la política cultural soviética en la época de la NEP.
La trayectoria histórica de Rusia durante el siglo XX se ha percibido como un error, pero las reformas democráticas no han propiciado la implantación de un nuevo ideal cívicoEl choque entre la cultura rural y urbana alcanzó su momento álgido en la deskulakización, que significó también la liquidación del tradicionalismo literario. Poseedor de un sólido bagaje cultural, Stalin aceptó desde 1929 el arbitraje cultural de Gorki para liderar su proyecto «civilizador», que supuso la corporativización de los intelectuales y la implantación desde 1934 del «realismo socialista» en contra del «formalismo», que coincidió con el desencadenamiento del «Gran Terror». Las purgas de 1936-38 (incluidos los asesinatos de Meyerhold, Babel o Koltsov) se cebaron sobre la tercera parte de los escritores asociados, y su secuela de miedo, autocensura y exilio interior destrozaron durante décadas el panorama cultural ruso.
La laxitud de la influencia ideológica durante la invasión nazi dejó paso al «lavado de cerebro» de 1946-48, y tras la muerte de Stalin, al deshielo cultural de 1956-57, basado en la americanización literaria y cinematográfica, que fue una de las claves de la desestalinización . La ruptura con la diáspora cultural resultó irreversible a partir de los años 60-70, cuando se creó en el exilio una auténtica alternativa, no sólo política, sino cultural, representada por Brodsky y Solzhenitsyn. Hasta 1985 no llegaron los primeros gestos de reconciliación con los exiliados; demasiado tarde. El derrumbamiento de la URSS no produjo un florecimiento cultural, sino una decadencia de la alta cultura. El logocentrismo ruso, el amor por la palabra, se ha desvanecido a inicios del siglo XXI, dejando una vida cultural flanqueada de existencias truncadas y muertes prematuras.
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